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LA MANOSA


Enviado por   •  23 de Mayo de 2013  •  2.442 Palabras (10 Páginas)  •  371 Visitas

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Esto nos lo contó el viejo Dimas, cierta noche agujereada de estrellas:

—Yo andaba con uno de mis muchachos buscando caoba; ya teníamos buen trecho caminando cuando topamos la culebra. . .

Estábamos en la cocina. Las llamas del fogón se alzaban y removían incansablemente. Pepito y yo atendíamos a Dimas, mientras papá hacía chistes sobre la lentitud con que mamá preparaba el café.

El viejo Dimas explicaba:

— Dende la madrugada habíamos cogido el camino, porque yo sabía que la caoba no se orillaba mucho.

Se detuvo, miró la tierra dorada del piso y prosiguió:

—Dicen que si uno ve a un animal de ésos y no lo mata, el animal lo maldice. Asigún cuentan, son obra del Enemigo Malo.

Mamá, que iba vaciando el café en el colador, exclamó, con la mirada clavada en Dimas:

— ¡Jesús! Ave María Purísima...

Allí, sobre el hombro de la madre, estaba la cara del papá, y una sonrisilla maliciosa rompió a bailar entre sus labios.

Eran mansas como vacas viejas aquellas noches estrelladas del Pino. A veces, iba Simeón; tarde, después de ver a la novia, se detenía en la puerta Mero; una que otra noche no iban ni el uno ni el otro; pero jamás faltaba Dimas. Si llovía, entraba el agua en la cocina y se tertuliaba en la casa; bebían café, hablaban de la cosecha, de los malos tiempos, de la muerte de algún compadre. De mes en mes reventaba la luna por encima de la Encrucijada. Una luz verde y pálida nadaba entonces sobre los potreros, subía las lomas distantes de Cortadera y Pedregal, engrasaba las hojas de los árboles que orillaban el Yaquecillo y pintaba de azul las tablas de la vieja casa.

Aquella noche estaba dorado el cielo. Unas nubes berrendas salían por detrás de las lomas y se tragaban las estrellas. Dimas contaba:

—Asina que vide ese animal tan tremendo, tan negro, desenvainé el machete y le tiré dos veces; pero la maldita tenía el cuero duro y nada más le partí el espinazo sin cortarla. Verdá es que el machete no estaba bien afilado, por mucho que el muchacho estuvo dándole en una piedrecita vieja que hay en casa. Bueno, se fue el bicho, yo creía que a morirse lejos, y como yo no lo diba a seguir entre tanto matojo, le dije al muchacho: “Sigue, hijo, que horitica se mete la

noche”. “Taita —me respondió—, pa mí que esa culebra no está bien muerta”. “Ni te apures...

Esa condenada ha dío a morirse por ahí...”. ¿Morirse? . . . Bueno.

La cocina estaba llenándose con el olor del café que humeaba. Las llamas se ahogaban bajo la marmita, se sacudían, se alzaban y caían. En todas las paredes bailaban esas llamas diminutas; y bailaban también en la frente, en las cejas y en las manos del viejo Dimas.

—Bueno. . . — el viejo parecía estar rezando—. Yo apuraba el paso, porque estábamos a boquita e noche y no quería que nos cogiera en el monte. Asina que, ya cansado, alcanzamos el rancho del viejo Matías. “Vamos a dormir en la cumbrera, muchacho”. “Taita, no tenemos ni una yagua, y ahí nada más hay varejones podridos.

El rancho del viejo Matías no era rancho ni pertenecía a nadie. Atrás, muy atrás, cuando

aún estaba joven el padre de Dimas, Matías había construido aquella vivienda, bien metida en la loma. Vivía cazando, persiguiendo reses cimarronas. Pero los animales fueron abandonando lentamente el sitio, seguidos por manadas de perros jíbaros, y un día el hombre se vio forzado a dejar el rancho. Tomó los firmes de la cordillera, siempre tras las huellas de las reses, barbudo, silencioso y recio; bajaba de año en año, en busca de pólvora o a vender pieles. Después descubrió que el Bonao le quedaba más cerca, y ya no volvió. Se sabía de él en el lugar por las noticias que traían las escasas recuas; poco a poco se destiñó su figura y con el tiempo desaparecieron cuantos le habían conocido.

Matías se fue; pero su rancho quedó. A la cuenta de días, el viento vagabundo le perdió el respeto y empezó a arrancarle yaguas, reblandecidas por las lluvias; comenzaron después a caérsele tablas; al principio en pedazos, más tarde enteras. Iban y venían por los espeques los hilos de comején; gateaban los bejucos por los palos. Cuando los monteros descubrieron que allí se podía pernoctar, le limpiaron el frente, trozaron los arbustos que se entrometían por las rendijas, le amarraron pedazos de yaguas. Sin embargo, se monteaba poco: el mismo Matías había empujado las reses hacia el sur, hacia el monte tupido, cerrado, bruto.

“El rancho del viejo Matías”, decía la gente. Pero ya no era rancho ni tenía dueño. No era rancho, por lo menos, la noche que llegaron Dimas y su muchacho. Gateando por los espeques ganaron el techo, donde las varas desnudas, ennegrecidas por las lluvias, se derrengaban bajo el pie cauteloso. Pudieron arreglar algo como una cama, casi en la cumbrera. Lo hacían tanteando, porque entre ellos y las escasas estrellas estaba la tramazón del monte.

A media noche despertó Dimas. Había oído, entre sueños, un golpe seco. A poco, otra vez, tac. Alzó la cabeza.

—Despierta, hijo _ recomendó.

Aquel golpe sonó de nuevo, y de nuevo, y de nuevo. Parecía medido el tiempo entre uno y otro.

—Alguno de esos varejones rompiéndose - aventuró el muchacho-.

— ¿ Rompiéndose?.

Dimas no era hombre de engañarse. Conocía todos los ruidos del bosque. Nunca había oído aquél. Era como algo que caía. A veces, los árboles rozan entre sí, cuando hay viento; pero no sucedía eso, o por lo menos, el ruido era distinto.

La voz de Dimas tenía alzadas y caídas. Bajo las cejas tupidas los ojos se le hacían diminutos. No nos miraba, sino que parecía estar acechando algo que pasaba más allá de alguna pequeña rendija.

— ¡Hola! - dijo padre.

Entonces, Dimas alzó la mirada. En la puerta estaba Simeón, alto, simple, rojo.

*

* *

En un banco corto y pulido por el uso, frente al fogón, tomó asiento el alcalde. Era hombre bueno, manso. Tenía entre los dientes un roñoso cachimbo de madera. Cruzó los brazos por encima del vientre y saludó echando humo con cada palabra.

Pepito y yo le veíamos con odio, casi: allí estaba meciéndose entre nuestros oídos la historia de Dimas. Simeón la había roto en lo mejor.

—Horitica - habló el recién llegado - me dijeron que andan tiznados por aquí.

Impasible, quieto e indiferente como una piedra, ni soltaba el cachimbo para hablar ni se tragaba el humo. Restregándose ambas manos, lo sostuvo un instante entre los dedos para lanzar al rincón un escupitajo negro.

Dimas se acariciaba la blanca barba y miraba al alcalde; padre, lleno de recelos, comenzó a ojearlo. Suspensa sobre todos, ardía la mirada

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