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La Banda De Lunares: Sherlock Holmes


Enviado por   •  24 de Junio de 2014  •  8.937 Palabras (36 Páginas)  •  447 Visitas

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La banda de lunares

Al repasar mis notas sobre los setenta y tantos casos en los que, durante los ocho últimos años, he

estudiado los métodos de mi amigo Sherlock Holmes, he encontrado muchos trágicos, algunos cómicos, un

buen número de ellos que eran simplemente extraños, pero ninguno vulgar; porque, trabajando como él

trabajaba, más por amor a su arte que por afán de riquezas, se negaba a intervenir en ninguna investigación

que no tendiera a lo insólito e incluso a lo fantástico. Sin embargo, entre todos estos casos tan variados, no

recuerdo ninguno que presentara características más extraordinarias que el que afectó a una conocida

familia de Surrey, los Roylott de Stoke Moran. Los acontecimientos en cuestión tuvieron lugar en los

primeros tiempos de mi asociación con Holmes, cuando ambos compartíamos un apartamento de solteros

en Baker Street. Podría haberlo dado a conocer antes, pero en su momento se hizo una promesa de silencio,

de la que no me he visto libre hasta el mes pasado, debido a la prematura muerte de la dama a quien se hizo

la promesa. Quizás convenga sacar los hechos a la luz ahora, pues tengo motivos para creer que corren

rumores sobre la muerte del doctor Grimesby Roylott que tienden a hacer que el asunto parezca aún más

terrible que lo que fue en realidad.

Una mañana de principios de abril de 1883, me desperté y vi a Sherlock Holmes completamente vestido,

de pie junto a mi cama. Por lo general, se levantaba tarde, y en vista de que el reloj de la repisa sólo

marcaba las siete y cuarto, le miré parpadeando con una cierta sorpresa, y tal vez algo de resentimiento,

porque yo era persona de hábitos muy regulares.

––Lamento despertarle, Watson ––dijo––, pero esta mañana nos ha tocado a todos. A la señora Hudson la

han despertado, ella se desquitó conmigo, y yo con usted.

––¿Qué es lo que pasa? ¿Un incendio?

––No, un cliente. Parece que ha llegado una señorita en estado de gran excitación, que insiste en verme.

Está aguardando en la sala de estar. Ahora bien, cuando las jovencitas vagan por la metrópoli a estas horas

de la mañana, despertando a la gente dormida y sacándola de la cama, hay que suponer que tienen que

comunicar algo muy apremiante. Si resultara ser un caso interesante, estoy seguro de que le gustaría

seguirlo desde el principio. En cualquier caso, me pareció que debía llamarle y darle la oportunidad.

––Querido amigo, no me lo perdería por nada del mundo. No existía para mí mayor placer que seguir a

Holmes en todas sus investigaciones y admirar las rápidas deducciones, tan veloces como si fueran

intuiciones, pero siempre fundadas en una base lógica, con las que desentrañaba los problemas que se le

planteaban.

Me vestí a toda prisa, y a los pocos minutos estaba listo para acompañar a mi amigo a la sala de estar.

Una dama vestida de negro y con el rostro cubierto por un espeso velo estaba sentada junto a la ventana y

se levantó al entrar nosotros.

––Buenos días, señora ––dijo Holmes animadamente––. Me llamo Sherlock Holmes. Éste es mi íntimo

amigo y colaborador, el doctor Watson, ante el cual puede hablar con tanta libertad como ante mí mismo.

Ajá, me alegro de comprobar que la señora Hudson ha tenido el buen sentido de encender el fuego. Por

favor, acérquese a él y pediré que le traigan una taza de chocolate, pues veo que está usted temblando.

––No es el frío lo que me hace temblar ––dijo la mujer en voz baja, cambiando de asiento como se le

sugería.

––¿Qué es, entonces?

––El miedo, señor Holmes. El terror ––al hablar, alzó su velo y pudimos ver que efectivamente se

encontraba en un lamentable estado de agitación, con la cara gris y desencajada, los ojos inquietos y

asustados, como los de un animal acosado. Sus rasgos y su figura correspondían a una mujer de treinta

años, pero su cabello presentaba prematuras mechas grises, y su expresión denotaba fatiga y agobio.

Sherlock Holmes la examinó de arriba a abajo con una de sus miradas rápidas que lo veían todo.

––No debe usted tener miedo ––dijo en tono consolador, inclinándose hacia delante y palmeándole el

antebrazo––. Pronto lo arreglaremos todo, no le quepa duda. Veo que ha venido usted en tren esta mañana.

––¿Es que me conoce usted?

––No, pero estoy viendo la mitad de un billete de vuelta en la palma de su guante izquierdo. Ha salido

usted muy temprano, y todavía ha tenido que hacer un largo trayecto en coche descubierto, por caminos

accidentados, antes de llegar a la estación.

La dama se estremeció violentamente y se quedó mirando con asombro a mi compañero.

––No hay misterio alguno, querida señora ––explicó Holmes sonriendo––. La manga izquierda de su

chaqueta tiene salpicaduras de barro nada menos que en siete sitios. Las manchas aún están frescas. Sólo en

un coche descubierto podría haberse salpicado así, y eso sólo si venía sentada a la izquierda del cochero.

––Sean cuales sean sus razones, ha acertado usted en todo ––dijo ella––. Salí de casa antes de las seis,

llegué a Leatherhead a las seis y veinte y cogí el primer tren a Waterloo. Señor, ya no puedo aguantar más

esta tensión, me volveré loca de seguir así. No tengo a nadie a quien recurrir... sólo hay una persona que me

aprecia, y el pobre no sería una gran ayuda. He oído hablar de usted, señor Holmes; me habló de usted la

señora Farintosh, a la que usted ayudó cuando se encontraba en un grave apuro. Ella me dio su dirección.

¡Oh, señor! ¿No cree que podría ayudarme a mí también, y al menos arrojar un poco de luz sobre las densas

tinieblas que me rodean? Por el momento, me resulta imposible retribuirle por sus servicios, pero dentro de

uno o dos meses me voy a casar, podré disponer de mi renta y entonces verá usted que no soy

desagradecida.

Holmes se dirigió a su escritorio, lo abrió y sacó un pequeño fichero que consultó a continuación.

––Farintosh ––dijo––. Ah, sí, ya me acuerdo del caso; giraba en torno a una tiara de ópalo. Creo que fue

antes de conocernos, Watson. Lo único que puedo decir, señora, es que tendré un gran placer en dedicar a

su caso la misma atención que dediqué al de su amiga. En cuanto a la retribución, mi profesión lleva en sí

misma la recompensa; pero es

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