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La Corza Blanca


Enviado por   •  12 de Enero de 2015  •  1.183 Palabras (5 Páginas)  •  267 Visitas

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LA CORZA BLANCA

En un pequeño lugar de Aragón; y allá por los años de mil trescientos y pico, vivía retirado un caballero llamado don Dionís, el cual después de haber servido a su rey se entregó al alegre ejercicio de la caza.

Un día él hallándose en su favorita diversión acompañado de su hija, cuya belleza singular y extraordinaria blancura eran increíbles.

Haría cosa de unas dos horas que don Dionís se encontraba en aquel delicioso lugar, recostado sobre la menuda grama a la sombra de una chopera y refiriéndose unos a otros las aventuras más o menos curiosas que en su vida de cazadores les habían acontecido, cuando por lo alto de la más empinada ladera y a través de los alternados murmullos del viento que agitaba las hojas de los árboles, comenzó a percibirse, cada vez más cerca, el sonido de una esquililla semejante a la del guion de un rebaño.

En efecto, era así, pues a poco de haberse oído la esquililla empezaron a saltar por entre las apiñadas matas de cantueso y tomillo como hasta unos cien corderos blancos como la nieve, detrás de los cuales, con su caperuza calada para libertarse la cabeza de los perpendiculares rayos del sol, apareció el zagal que los conducía.

Ahí tenéis a Esteban el zagal, que de algún tiempo a esta parte anda más tonto que lo que naturalmente lo hizo Dios, que no es poco, y el cual puede haceros pasar un rato divertido refiriendo la causa de sus continuos sustos.

-exclamó don Dionís con aire de curiosidad picada.

-¡Friolera! -añadió el montero en tono de zumba-: se encuentra, sin saber cómo ni por dónde, dotado de la facultad más maravillosa que ha poseído hombre alguno, a no ser Salomón, de quien se dice que sabía hasta el lenguaje de los pájaros.

-¿Y a qué se refiere esa facultad maravillosa?

-Se refiere -prosiguió el montero- a que, según él afirma, y lo jura y perjura por todo lo más sagrado del mundo, los ciervos que discurren por estos montes se han dado de ojo para dejarle en paz, siendo lo más gracioso del caso que en más de una ocasión los ha sorprendido concertando entre sí las burlas que han de hacerle, y después que estas burlas se han llevado a término, ha oído las ruidosas carcajadas con que las celebran.

Mientras esto decía el montero, Constanza, se había aproximado al grupo de los cazadores, y como demostrase su curiosidad por conocer la extraordinaria historia de Esteban.

Era Esteban un muchacho de diez y nueve a veinte años, fornido, con la cabeza pequeña y hundida entre los hombros; los ojos pequeños y azules, la mirada incierta y torpe como la de los albinos, la nariz roma, los labios gruesos y entreabiertos, la frente calzada, la tez blanca, pero ennegrecida por el sol, y el cabello, que le caía parte sobre los ojos y parte alrededor de la cara, en guedejas ásperas y rojas semejantes a los crines de un rocín colorado.

Esto, sobre poco más o menos, era Esteban, una vez el zagal repuesto de su turbación, le dirigió de nuevo la palabra don Dionís.

Estrechado, sin embargo, por las interrogaciones de su señor y por los ruegos de Constanza, que parecía la más curiosa e interesada en que el pastor refiriese sus estupendas aventuras, decidióse éste a hablar, mas no sin que antes dirigiese a su alrededor una mirada de desconfianza, como temiendo ser oído por otras personas, que al fin comenzó de esta manera.

KEYTTLIN Y JOANA:

«Genios del aire, habitadores del luminoso éter, venid envueltos en un jirón de niebla plateada.

Escarabajos de esmeralda, luciérnagas de fuego, mariposas negras, ¡venid!

Y venid vosotros todos, espíritus

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