La Serpiente Blanca
Enviado por • 22 de Abril de 2013 • 1.513 Palabras (7 Páginas) • 558 Visitas
La Serpiente blanca Hermanos Grimm
Hace ya mucho tiempo, había un Rey cuya sabiduría era celebrada en el mundo entero. Sabía todo cuanto pasaba en el mundo y aun las cosas más secretas parecían llegarle por los aires. Tenía este Rey una rara costumbre. Todos los días, a la hora de comer, cuando los cortesanos se retiraban, él se quedaba solo, y un fiel criado le traía un último plato. Este plato estaba siempre tapado y ni aun el criado sabía lo que contenía, pues el Rey no lo destapaba nunca hasta encontrarse solo. Así sucedió durante largo tiempo, cuando, cierto día, el criado sintió picada su curiosidad por aquel misterio y llevó el plato a su cuarto. Después de cerrar cuidadosamente la puerta, tomó la tapa del plato y vio en él una serpiente blanca. Al verla, no pudo resistir al deseo de probarla. Cortó, pues, un pedacito y se lo metió en la boca. Apenas lo hubo probado, cuando empezó a oír un maravilloso murmullo de vocecitas delicadas. Salió a la ventana, y escuchó, y se dio cuenta de que los murmullos venían de los gorriones que volaban por el jardín. Estaban charlando y contándose unos a otros todas las cosas que habían oído en los bosques y los campos. Comiendo de la serpiente, el criado había adquirido el poder de entender el lenguaje de los pájaros y los animales. Sucedió aquel día que la Reina perdió su anillo más precioso, y las sospechas recayeron sobre el fiel sirviente. El Rey le envió a buscar y le amenazó con meterle en prisión si el anillo no aparecía al día siguiente. En vano él protestó de su inocencia, pues no fue creído. En su pena y ansiedad, salió al jardín, preguntándose cómo podría salir de aquel apuro. Unos patos tomaban el sol apaciblemente, limpiándose las plumas con los picos, mientras charlaban con animación. El criado se detuvo para escucharles. Estaban contándose, unos a otros, lo que habían visto aquella mañana. Uno dijo al otro, muy apurado: — Tengo algo que me pesa en el estómago. Creo que en mi prisa por comer, me he tragado esta mañana el anillo de la Reina. El criado se apresuró a cogerle por el cuello, lo llevó a la cocina, y dijo al cocinero: — Aquí tenemos un precioso pato, muy gordo y sabroso. Hay que matarlo en seguida. — Ciertamente — dijo el cocinero pesándolo en su mano, — está bien cebado. Hace tiempo que debimos asarlo. Lo mataron y, al cortarlo, fue encontrado el anillo de la Reina. No tuvo, pues, el criado ninguna dificultad para probar su inocencia, y el Rey, dolido de su anterior injusticia, dijo al criado que le pidiese cualquier favor, prometiendo darle hasta el más alto puesto de la corte si se lo pedía. Pero el criado no quiso más que un caballo y una bolsa de dinero, pues nada deseaba tanto como irse a ver mundo. Cumplido su deseo, se fue a viajar y cierto día llegó a un estanque donde vio tres peces cogidos entre las cañas, y que luchaban por desligarse. Aunque se dice que los peces son mudos, él les oyó quejarse por tener que perecer de modo tan miserable. Como tenía un compasivo corazón, el joven bajó de su caballo y sacando del apuro a los tres cautivos, los volvió a echar al agua. Ellos se estremecieron de gozo, levantaron las tres cabecitas del agua, y gritaron: — Recordaremos siempre que nos has salvado, y un día te recompensaremos. Volvió el joven a cabalgar, y, pasado un rato, le pareció oír una voz en el suelo, a sus pies. Se detuvo y escuchó la queja de la Reina de las hormigas: — Los hombres y sus animales podrían mirar por dónde andan. Un pesado caballete acaba de poner su herradura sobre un gran número de súbditos míos, del modo más desconsiderado. El joven hizo tomar a su caballo por otro sendero, y la Reina de las hormigas gritó: — Lo recordaremos siempre y un día te recompensaremos. El camino le llevó hasta un bosque, donde vio un par de cuervos, que estaban en el nido, diciendo a sus hijos: — Tenéis que decidiros a volar, perezosos. No podemos manteneros por más tiempo. Ya sois bastante mayores para valeros por vosotros mismos. Los pobres pajarillos cayeron al suelo, agitando sus alas y gritando: — ¡Pobres de nosotros!
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