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La Ultima Niebla De Maria Luisa Bombal


Enviado por   •  29 de Abril de 2013  •  9.428 Palabras (38 Páginas)  •  849 Visitas

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MARÍA LUISA BOMBAL

LA ÚLTIMA NIEBLA

DIGITALIZADO EN SANTIAGO DE CHILE POR: SVEERS_UK.

El vendaval de la noche anterior había remojado las tejas de la

vieja casa de campo. Cuando llegamos, la lluvia goteaba en todos los

cuartos.

—Los techos no están preparados para un invierno semejante —dijeron

los criados al introducirnos en la sala, y como echaran sobre mí una

mirada de extrañeza, Daniel explicó rápidamente:

—Mi prima y yo nos casamos esta mañana. Tuve dos segundos de

perplejidad.

—"Por muy poca importancia que se haya dado a nuestro repentino

enlace, Daniel debió haber advertido a su gente" —pensé, escandalizada.

A la verdad, desde que el coche franqueó los límites de la

hacienda, mi marido se había mostrado nervioso, casi agresivo.

Y era natural.

Hacía apenas un año efectuaba el mismo trayecto con su primera

mujer; aquella muchacha huraña y flaca a quien adoraba, y que debiera

morir tan inesperadamente tres meses después. Pero ahora, ahora hay algo

como de recelo en la mirada con que me envuelve de pies a cabeza. Es la

mirada hostil con la que de costumbre acoge siempre a todo extranjero.

—¿Qué te pasa? —le pregunto.

—Te miro —me contesta—. Te miro y pienso que te conozco

demasiado...

Lo sacude un escalofrío. Se allega a la chimenea y mientras se

empeña en avivar la llama azulada que ahuma unos leños empapados,

prosigue con mucha calma:

—Hasta los ocho años, nos bañaron a un tiempo en la misma bañadera.

Luego, verano tras verano, ocultos de bruces en la maleza, Felipe y yo te

hemos acechado y visto zambullirse en el río a todas las muchachas de la

familia. No necesito ni siquiera desnudarte. De ti conozco hasta la

cicatriz de tu operación de apendicitis.

Mi cansancio es tan grande que en lugar de contestar prefiero

dejarme caer en un sillón. A mi vez, miro este cuerpo de hombre que se

mueve delante de mí. Este cuerpo grande y un poco torpe yo también lo

conozco de memoria; yo también lo he visto crecer y desarrollarse. Desde

hace años, no me canso de repetir que si Daniel no procura mantenerse

derecho terminará por ser jorobado. Y como a menudo enredé en ellos dedos

temblorosos de rabia, conozco la resistencia de sus cabellos rubios,

ásperos y crespos. En él, sin embargo, esa especie de inquietud en los

movimientos, esa mirada angustiada, son algo nuevo para mí.

Cuando era niño, Daniel no temía a los fantasmas ni a los muebles

que crujen en la oscuridad durante la noche. Desde la muerte de su mujer,

diríase que tiene siempre miedo de estar solo.

Pasamos a una segunda habitación más fría aún que la primera.

Comemos sin hablar.

—¿Te aburres? —interroga de improviso mi marido.

—Estoy extenuada —contesto.

Apoyados los codos en la mesa, me mira fijamente largo rato y

vuelve a interrogarme:

—¿Para qué nos casamos?

—Por casarnos —respondo.

Daniel deja escapar una pequeña risa.

—¿Sabes que has tenido una gran suerte al casarte conmigo?

—Sí, lo sé —replico, cayéndome de sueño.

—¿Te hubiera gustado ser una solterona arrugada, que teje para los

pobres de la hacienda?

Me encojo de hombros.

—Ese es el porvenir que aguarda a tus hermanas...

Permanezco muda. No me hacen ya el menor efecto las frases

cáusticas con que me turbaba no hace aún quince días.

Una nueva y violenta racha de lluvia se descarga contra los

vidrios. Allá, en el fondo del parque, oigo acercarse y alejarse el

incesante ladrido de los perros. Daniel se levanta y toma la lámpara.

Echa a andar. Mientras lo sigo, arrebujada en la vieja manta de vicuña,

que me echara compasivamente sobre los hombros la buena mujer que nos

sirviera una comida improvisada, compruebo con sorpresa que sus sarcasmos

no hacen sino revolverse contra él mismo. Está lívido y parece sufrir.

Al entrar en el dormitorio, suelta la lámpara y vuelve rápidamente

la cabeza, a la par que una especie de ronquido que no alcanza a reprimir

le desgarra la garganta.

Le miro extrañada. Tardo un segundo en comprender que está

llorando.

Me aparto de él, tratando de persuadirme de que la actitud más

discreta está en fingir una absoluta ignorancia de su dolor. Pero en mi

fuero interno algo me dice que ésta es también la actitud más cómoda.

Y entonces, más que el llanto de mi marido, me molesta la idea de

mi propio egoísmo. Lo dejo pasar al cuarto contiguo sin esbozar un gesto

hacia él, sin balbucir una palabra de consuelo. Me desvisto, me acuesto

y, sin saber cómo, me deslizo instantáneamente en el sueño.

A la mañana siguiente, cuando me despierto, hay a mi lado un surco

vacío en el lecho; me informan que, al rayar el alba, Daniel salió camino

del pueblo.

* * *

La muchacha que yace en ese ataúd blanco, no hace dos días

coloreaba tarjetas postales, sentada bajo el emparrado. Y ahora hela aquí

aprisionada, inmóvil, en ese largo estuche de madera, en cuya tapa han

encajado un vidrio para que sus conocidos puedan contemplar su postrera

expresión.

Me acerco y miro, por primera vez, la cara de un muerto.

Veo un rostro descolorido, sin ni un toque de sombra en los anchos

párpados cerrados. Un rostro vacío de todo sentimiento.

Esta muerta, sobre la cual no se me ocurriría inclinarme para

llamarla porque parece que no hubiera vivido nunca, me sugiere de pronto

...

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