La leyenda "Hijos de la malinche"
Enviado por lolaas • 15 de Octubre de 2012 • Reseña • 1.384 Palabras (6 Páginas) • 953 Visitas
HIJOS DE LA MALINCHE
La extrañeza que provoca nuestro hermetismo ha creado la leyenda del mexicano, ser insondable.
Nuestro recelo provoca el ajeno. Si nuestra cortesía atrae, nuestra reserva hiela. Y las inesperadas
violencias que nos desgarran, el esplendor convulso o solemne de nuestras fiestas, el culto a la
muerte, el desenfreno de nuestras alegrías y de nuestros duelos, acaban por desconcertar al
extranjero. La sensación que causamos no es diversa a la que producen los orientales. También
ellos, chinos, indostanos o árabes, son herméticos e indescifrables. Tambén ellos arrastran en
andrajos un pasado todavía vivo. Hay un misterio mexicano como hay un misterio amarillo y uno
negro. El contenido concreto de esas representaciones depende de cada espectador. Pero todos
coinciden en hacerse de nosotros una imagen ambigua, cuando no contradictoria: no somos gente
segura y nuestras respuestas como nuestros silencios son imprevisibles, inesperados. Traición y
lealtad, crimen y amor, se agazapan en el fondo de nuestra mirada. Atraemos y repelemos.
No es difícil comprender los orígenes de esta acticud. Para un europeo, México es un país al margen
de la Historia Universal. Y todo lo que se encuentra alejado del centro de la sociedad aparece como
extraño e impenetrable. Los campesinos, remotos, ligeramente arcaicos en el vestir y el hablar,
parcos, amantes de expresarse en formas y fórmulas tradicionales, ejercen siempre una fascinación
sobre el hombre urbano. En codas partes representan el elemento más antiguo y secreto de la
sociedad. Para todos, excepto para ellos mismos, encarnan lo oculto, lo escondido y que no se
entrega sino dificílmente: tesoro enterrado, espiga que madura en las entrañas terrestres, vieja
sabiduría escondida entre los pliegues de la tierra.
La mujer, otro de los seres que viven aparte, también es figura enigmática. Mejor dicho, es el Enigma.
A seinejanza del hombre de raza o nacionalidad extraña, incita y repele. Es la imagen de la
fecundidad, pero asimismo de la muerte. En casi todas las culturas las diosas de la creación son
también deidades de destrucción. Cifra viviente de la extrañeza del universo y de su radical
heterogeneidad, la mujer ¿esconde la muerte o la vida?, ¿en qué piensa?; ¿piensa acaso?; ¿siente
de veras?; ¿es igual a nosotros? El sadismo se inicia como venganza ante el hermetismo femenino o
como tentativa desesperada para obtener una respuesta de un cuerpo que tememos insensible.
Porque, como dice Luis Cernuda, “el deseo es una pregunta cuya respuesta no existe”. A pesar de su
desnudez —redonda, plena—en las formas de la mujer siempre hay algo que desvelar:
Eva y Cipris concentran el misterio del corazón del mundo.
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Para Rubén Darío, como para todos los grandes poetas, la mujer no es solamente un instrumento de
conocimiento, sino e1 conocimiento mismo. El conocimiento que no poseeremos nunca, la suma de
nuestra definitiva ignorancia: el mistcrio supremo.
Es notable que nuestros representaciones de la clase obrera no estén teñidas de sentimientos
parecidos, a pesar de que también vive alejada del centro de la sociedad —incluso físicamente,
recluída en barrios y ciudades especiales—. Cuando un novelista contemporáneo introduce un
personaje que simboliza la salud o la destrucción, la fertilidad o la muerte, no escoge, como podría
esperarse, a un obrero —que encierra en su figura la muerte de la vieja sociedad y el nacimiento de
otra—. D. H. Lawrence, que es uno de los críticos más violentos y profundos del mundo moderno,
describe en casi todas sus obras las virtudes que hacen del hombre fragmentario de nuestros días un
hombre de verdad, dueño de una visión total del mundo. Para encarnar esas virtudes crea personajes
de razas antiguas y no-europeas. O inventa la figura de Mellors, un guardabosque, un hijo de la
sierra. Es posible que la infancia de Lawrence, transcurrida entre las minas de carbón inglesas,
explique esta deliberada ausencia. Es sabido que detestaba a los obreros tanto como a los
burgueses. Pero ¿cómo explicar que en todas las grandes novelas revolucionarias tampoco
aparezcan los proletarios como héroes, sino como fondo? En todas ellas el héroe es siempre el
aventurero, el intelectual o el revolucionario profesional. El hombre aparte, que ha renunciado a su
clase, a su origen o a su patria. Herencia del romanticismo sin duda, que hace del héroe un ser
antisocial. Además, el obrero es demasiado reciente. Y se parece a sus señores: todos son hijos de la
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