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Las Buenas Conciencias De Carlos Fuentes


Enviado por   •  21 de Septiembre de 2013  •  46.196 Palabras (185 Páginas)  •  1.040 Visitas

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CARLOS FUENTES

Las buenas

conciencias

FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

EDICIONES NUEVO PAÍS

BIBLIOTECA ACTUAL

Idea y producción: EDITOR Proyectos Editoriales

Primera edición, 1959

Primera edición en la Biblioteca Actual 1988

© 1969, FONDO DE CULTURA ECONÓMICA, S. A. de C. V.

Av. de La Universidad 975; 03100 México, D. F.

ISBN; 950-557-023-6

Impreso en Argentina - Printed in Argentina

Hecho el depósito que previene la ley 11.723

A

LUIS BUÑUEL,

gran artista de nuestro tiempo,

gran destructor de las conciencias tranquilas,

gran creador de la esperanza humana.

"Los cristianos hablan con Dios; los burgueses hablan de Dios."

S. KIERKEGAARD

"On s'arrange mieux de sa mauvaise conscience que de sa mauvaise réputation."

EMMANUEL MOUNIER

JAIME CEBALLOS no olvidaría esa noche de junio. Re¬cargado contra el muro azul del Callejón, veía alejarse a su amigo Juan Manuel. Con él se iban las imágenes de un hombre delatado, de una mujer solitaria, del pobre comerciante gordo que había muerto ayer. Se iban, sobre todo, las palabras que ahora resonaban sin sentido. "Porque no he venido yo a llamar a los justos, sino a los pecadores." Caían con sus sílabas rotas en un pozo de indiferencia y tranquilidad. Se sentía tranquilo. Tenía que sentirse tranquilo. Aho¬ra Jaime Ceballos repetía su nombre en voz baja. Ceballos. ¿Por qué se llamaba así? ¿Quiénes, y para qué, se habían llamado así antes que él? Eran esos fantas-mas amarillos, encorsetados, rígidos que su padre había colgado en las paredes de la alcoba antes de morir. Los Ceballos de Guanajuato. Gente decente. Buenos católicos. Caballeros. No eran fantasmas. Los traía metidos adentro, de buena o mala gana. A los trece años, jugaba todavía en la vieja carroza sin rue¬das que la familia conservaba en la caballeriza em¬polvada. Pero no... primero debía recordarlos tal como se reflejaban desde las paredes de su padre, en los daguerrotipos desteñidos.

Recordaría. Repetiría los nombres, las historias. La casa, húmeda y sombría. Casa de puertas y ven¬tanas que la muerte, el olvido o la simple falta de acontecimientos iban cerrando, una a una. La casa de los escasos momentos de su adolescencia. El hogar donde quiso ser cristiano. La casa y la familia. Guanajuato. Repetiría los nombres, las historias.

Caminó de regreso a la casa de sus antepasados. Había salido la luna, y Guanajuato le devolvía un reflejo violento desde las cúpulas y las rejas y los empedrados. La mansión de cantera de la familia Ceballos abría su gran zaguán verde para recibir a Jaime.

1

ÉSTA ES la gran casa de cantera, habitada hasta el día de hoy por la familia. La historia de Guanajuato ha patinado sus muros de piedra rosa. Las vidas de los Ceballos, sus alcobas y corredores. La gran casa de cantera, situada entre la bajada del Jardín Morelos y el Callejón de San Roque, frente al templo del mismo nombre y a unos metros de la hermosa plazue¬la a la que dan fama, año con año, las representacio¬nes, en un escenario casi natural de faroles, árboles, rejas, muros ocres y cruces de piedra, de los entremeses de Cervantes.

Es lenta la vida de la casa, y hay algo ruinoso, más que en las viejas paredes, más que en las vigas hú¬medas, en el aire que durante las noches descansa y acumula el polvo entre los pliegues de las cortinas. Ésta es la casa de los cortinajes: de terciopelo verde detrás de los balcones principales, de brocado antiguo entre las salas, otra vez de terciopelo –rojo, mancha¬do– en las habitaciones matrimoniales, de algodón en las demás. Cuando el alto viento de la montaña gime, estos brazos de tela se levantan y azotan y hacen caer por tierra las mesitas y los adornos cercanos. Se diría que alas espesas abrazan las paredes y se apres¬tan a levantar la casa en vuelo. Mas el viento se aquieta y el polvo busca otra vez los rincones.

Hay objetos que la luz se empeña en aislar: el gran reloj de la sala, los sables plateados del tío Francisco, el frutero de bronce que brilla siempre en el centro del comedor oscuro. El tablero de campanillas a la entrada de la cocina, y los azulejos de ésta, y sus tras¬tos de cobre y barro. La fuente de cantera del patio, blanca en la noche. El resto de la casa es parda. Las vigas altas, las paredes cubiertas de un papel verdoso, los muebles de madera y seda y mimbre opacos.

Los salones y las recámaras ocupan el segundo piso. Cuando se abre el enorme zaguán de la Bajada, el patio apenas se respira al fondo; a la derecha inme¬diata sube una escalera palaciega, de piedra, con es¬cudos de la ciudad labrados en los altos muros y un lienzo de la Crucifixión en el descanso. Por aquí se llega al largo salón que en otra época era blanco y alegre, con piso de tezontle, muros enjalbegados y muebles de nogal rubio. El abuelo Pepe Ceballos le dio su cariz actual: los gruesos cortinajes, los candi¬les y el papel verdoso, el piso de parqué, los sofás de seda marrón y las columnas de lapislázuli. Los cuatro balcones que miran hacia la plaza de San Roque se abren desde este largo salón. Una cortina de brocado lo separa de la sala más pequeña, sin luz, donde la orquesta acostumbraba instalarse en los viejos tiem¬pos. Una puerta de vidrio opaco y diseños floren¬tinos conduce al comedor encerrado y mustio, a cuyas espaldas, y a lo largo de toda el ala, se extiende la cocina. Otra puerta semejante esconde la biblioteca con sillones de cuero renegrido, y de allí es posible pasar al corredor sobre el patio interior, donde fluyen el murmullo del manantial y el verdor de los líquenes. El corredor en escuadra da luz a la biblioteca, a la recámara principal y a la de Jaime. Al fondo se en¬cuentra el baño común, instalado a principios del siglo. Subsisten las llaves de oro, cabezas de león, con las que Pepe Ceballos adornó su tina. Y subsiste el agua ferrosa, color café, que ameniza las abluciones en Guanajuato.

A la entrada de la casa, a la izquierda, está el bodegón repleto

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