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Mancuello Y La Perdiz


Enviado por   •  6 de Octubre de 2013  •  2.416 Palabras (10 Páginas)  •  1.696 Visitas

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UNO

El cielo se descompuso desde la siesta, pero ya menguaba la tarde y aún no quería llover.

Tranquilo y minucioso, el hombre en el patio sujetó firmemente, con tres prensillas (1), la argolla de metal blanco al poste de urunde’ymí lampino (2) que estaba enclavado en ese lugar quién sabe desde cuándo. Después se sentó en la banqueta que habría conseguido en el galpón (3), y se puso a costurear (4) sus riendas.

De pie en el último escalón de la corta escalera que subía del patio, y recostado en uno de los gruesos pilares del corredor, el niño callado miraba desde lo alto. Frente a él, a menos de un kilómetro, la extensa ceja oscura de la selva (5) definía el Norte.

Concentrado, el peón cosía los tientos superpuestos con una enorme aguja corva que casi era una alesna. La costura avanzaba, faenosa pero eficaz. En primer término forzaba un agujero desde el revés de una de las tiras, rotando el puño; seguidamente traía hacia sí la aguja y reproducía la operación, esta vez del derecho y un poco más abajo; añudaba (7) luego con destreza los ojalillos de liña (8), y concluía uniendo en definitiva los cueros con un seco tirón.

Mientras el niño observaba el trabajo, el agobio del calor prensaba la sangre. No había un soplo de viento; no se escuchaba un solo batir de alas, ni la caída de una mínima hoja, ni el ruido de pasos en el incierto interior de la casa; del monte lejano y la suelta llanura no llegaba el más tenue sonido animal o cristiano. Sustentado en el tremendo silencio, el amenazo (9) dispensaba al crepúsculo un aire recogido y sin embargo ansioso, como si el universo temiera y deseara a un propio tiempo la tormenta.

Ahora una cargazón de nubes andrajosas, empujándose las unas a las otras, colmaba rápido el Oeste. Sofocado, el muchacho husmeó levantando la quijada, como un torito sediento.

-Va a llover -su voz apenas desgajó el silencio-. Va a llover - reiteró, pero la afirmación ya era también una pregunta.

-Hace demasiado que dura esta seca (10), y a según (11) dicen los indios, cuanto más se alarga más cerca está la lluvia -murmuró el hombre sin apañar los ojos de su labor-. Ha de llover, cómo no -agregó fuerte, mientras señalaba un trozo de horizonte sajado de incesantes relámpagos:

-Poniente nunca miente.

-¿Nunca? -Parecía que iba a oscurecer. El niño miro a su turno el repetido, lívido esplendor, y sólo en ese instante se extrañó de que no se oyeran los truenos.

-Así se dice-manifestó vagamente el arriero, y como si le hubiera acertado el pensamiento añadió-: Los rayos están cayendo del otro lado. Puede que ya llueva allá, pero es mucha la distancia como para que se sienta tronar; vamos a escuchar el sunú solamente cuando este nubarrón pase sobre nuestras cabezas. Y por cierto, aquéllos son resplandores-machos; si fueran resplandores-hembras, no hubiésemos divisado las chispas que encienden los cielos; por eso, segurísimo lloverá. -Al igual que todos los hombres que el niño había conocido, éste era parco de ademanes, pero las veces que accionaba sus manos tapaban la vista del patio: tan grandes eran.

Al callar el hombre principiaron los silbidos. Hincando el angustiado aire inmóvil, partió el primer silbo desde algún sitio imprecisable en la larga orilla verdinegra del monte; después de una pausa, tornó a transgredir la tarde otro silbido, enseguida otro, y otro más.

En realidad, se trataba de un son de cinco tonos: el segundo y el final agudos, el inicial y el cuarto bajos y el tercero apagado, en sordina.

-¿Qué es eso, che patrón? -el chico advirtió la inflexión divertida y astuta, como si el hombre se propusiera, en una especie de examen improvisado, informal, requerirle cuánto sabía acerca del motivo de las cosas.

Con seriedad, el niño admitió el tácito juego.

-Una perdiz -respondió-, seguramente.

-Eso era. ¿Y qué clase de perdiz? -en la luz que ya mezquinaba, el niño creyó notar que el otro había sonreído sin despegar los labios.

-La perdiz -el niño titubeó- kogoé.

-¡Eso es, muy bien! -aprobó el peón-. La ynambú kogoé. Ahora siguió-. ¿Qué quiere decir el silbido de esa ave? -y, con suavidad, silbó exactamente lo mismo que la perdiz. Tal un eco al momento, el silbo se escuchó de nuevo, tan penetrante que parecía salir de algún rincón del patio.

El muchachito, asombrado, escudriñó ante sí mientras el hombre explicaba:-Nos parece nomás (12) cerca, pero siempre es allá en la costa del monte, ¿Y después? -insistió.

El niño pensó antes de replicar. Tenía siete para ocho años y ya los grandes árboles de las isleñas y cada matita azul en la llanura, la media-noche y la madrugada de las bestias y los pájaros, el agua detenida de los bañados y el ímpetu de la correntada, las mágicas siestas, el palmar altanero y el motor inmemorial de los vientos le habían enseñado libremente sus rezumos secretos y la salvaje vastedad de sus sorpresas. Era pequeño aún y lo sabía, pero asimismo estaba seguro de su baqueanía (13) de conocer tanto el campo limpio como el monte endiablado.

Recordó además que, en alguna ocasión, su madre le iluminó el sentido de un silbo similar. También Don Espíndola (14), un viejo domador que trabajó en el establecimiento durante la marcación (15) anterior y era un karaí de lo más sabio, le había informado sobre la significación de un silbido semejante.

Pero no dijo nada de todo esto. Con convicción, se redujo a contestar:

-«A-quiés-ta-mos-dos.»

-No, no; ahí erraste, patroncito -repuso el hombre. Era patente su decepción-. «Mo-kôi-ko-roi-mé», «mo-kôi-ko-roi-mé» -repitió en falsete el silabeo del niño-. Eso no dice la perdiz kogoé -corrigió, moviendo la cabeza-. Así dice la perdiz tataupá-. El hombre no habló más.

Continuaba con su ocupación. Reajustó uno de los corredores de lonja en torno al arranque de las riendas, junto al aro metálico; dio todavía unas cuantas puntadas concienzudas y al fin afirmó reposadamente:

-No vale que se equivoque, che patrón’í. «A-quiés-ta-mos-dos» es el dicho de la ynambú tataupá, que es de laya muy otra de la ynambú kogoé; para empezar, la tataupá anda por el monte cerrado y recorre hacia esos barreros más escondidos, mientras tanto que la kogoé nunca entra donde están las matas-de-árboles-cimientos. Pero tampoco se deja ver en el campo abierto; vive siempre en el labio de la selva, entre el karaguataty jeré tupido: allí escarba y come y se acuesta y silba

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