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¿POR QUE LA GUERRA?


Enviado por   •  30 de Septiembre de 2012  •  5.967 Palabras (24 Páginas)  •  361 Visitas

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¿Por qué la guerra?

(Einstein y Freud)

(1933 [19321) Una de las primeras personalidades a las cuales se dirigió el Instituto fue Einstein, y él mismo sugirió como interlocutor a Freud. En consecuencia, en junio de 1932 el secretario del Instituto le escribió a Freud invitándolo a participar y este aceptó de inmediato. La carta de Einstein llegó a sus manos a comienzos de agosto, y un mes más tarde tenía lista la respuesta. En marzo del año siguiente, el Instituto publicó esta correspondencia en París, en alemán, francés e inglés simultáneamente. No obstante, su circulación fue prohibida en Alemania.

A Freud no le entusiasmó la tarea; en una carta a Eitingon informaba que «había terminado esa correspondencia tediosa y estéril a la que se dio en llamar discusión con Einstein » (Jones, 1957, pág. 187). Freud y Einstein nunca intimaron entre sí y sólo se habían encontrado en una oportunidad, a comienzos de 1927, en la casa del hijo menor de Freud en Berlín. En una carta a Eerenczi, describiendo esa circunstancia decía Freud: «[Einstein] entiende tanto de psicología como yo de física, de modo que tuvimos una conversación muy placentera» (ibid., pág. 139). Intercambiaron algunas cartas muy amistosas en 1936 y 1939 [ibid., págs. 217-8 y 259). Freud ya se había referido a la guerra en la sección inicial («La desilusión provocada por la guerra») de su trabajo «De guerra y muerte. Temas de actualidad» (\9\5h), escrito poco después de comenzar la Primera Guerra Mundial. Pero si bien algunas de las consideraciones del presente artículo aparecen en el anterior, estas se vinculan más estrechamente con las ideas manifestadas en sus recientes trabajos sobre temas sociológicos: El porvenir de una ilusión

(1927Í:) y El malestar en la cultura (1930ÍÍ). Reviste especial interés un cierto desarrollo que hace Freud en esta carta de su concepción de la cultura como «proceso», punto que ya había sido planteado en diversos lugares de El malestar en la cultura (cf., por ejemplo, /lE, 21, págs. 95-6. Y 135 y sigs.).' Retoma asimismo el tema de la pulsión de destrucción al que había dedicado considerable espacio en los capítulos V y VI de ese libro y al que habría de volver en escritos posteriores. (Véase mi «Introducción» a El malestar en la cultura, ibid., págs. 61-3.)

Estimado profesor Freud:

La propuesta de la Liga de las Naciones y de su Instituto Internacional de Cooperación Intelectual en París para que invite a alguien, elegido por mí mismo, a un franco intercambio de ideas sobre cualquier problema que yo desee escoger me brinda una muy grata oportunidad de debatir con usted una cuestión que, tal como están ahora las cosas, parece el más imperioso de todos los problemas que la civilización debe enfrentar. El problema es este: ¿Hay algún camino para evitar a la humanidad los estragos de la guerra? Es bien sabido que, con el avance de la ciencia moderna, este ha pasado a ser un asunto de vida o muerte para la civilización tal cual la conocemos; sin embargo, pese al empeño que se ha puesto, todo intento de darle solución ha terminado en un lamentable fracaso.

Creo, además, que aquellos que tienen por deber abordar profesional y prácticamente el problema no hacen sino percatarse cada vez más de su impotencia para ello, y albergan ahora un intenso anhelo de conocer las opiniones de quienes, absorbidos en el quehacer científico, pueden ver los problemas del mundo con la perspectiva que la distancia ofrece. En lo que a mí atañe, el objetivo normal de mi pensamiento no me hace penetrar las oscuridades de la voluntad y el sentimiento humanos. Así pues, en la indagación que ahora se nos ha propuesto, poco puedo hacer más allá de tratar de aclarar la cuestión y, despejando las soluciones más obvias, permitir que usted ilumine el problema con la luz de su vasto saber acerca de la vida pulsional del hombre. Hay ciertos obstáculos psicológicos cuya presencia puede borrosamente vislumbrar un lego en las ciencias del alma, pero cuyas interrelaciones y vicisitudes es incapaz de imaginar; estoy seguro de que usted podrá sugerir métodos educativos,

más o menos ajenos al ámbito de la política, para eliminar esos obstáculos. Siendo inmune a las inclinaciones nacionalistas, veo personalmente una manera simple de tratar el aspecto superficial (o sea, administrativo) del problema: la creación, con el consenso internacional, de un cuerpo legislativo y judicial para dirimir cualquier conflicto que surgiere entre las naciones. Cada nación debería avenirse a respetar las órdenes emanadas de este cuerpo legislativo, someter toda disputa a su decisión, aceptar sin reserva sus dictámenes y llevar a cabo cualquier medida que el tribunal estimare necesaria para la ejecución de sus decretos. Pero aquí, de entrada, me enfrento con una dificultad; un tribunal es una institución humana que, en la medida en que el poder que posee resulta insuficiente para hacer cumplir sus veredictos, es tanto más propenso a que estos últimos sean desvirtuados por presión extrajudicial. Este es un hecho que debemos tener en cuenta; el derecho y el poder van inevitablemente de la mano, y las decisiones jurídicas se aproximan más a la justicia ideal que demanda la comunidad (en cuyo nombre e interés se pronuncian dichos veredictos) en tanto y en cuanto esta tenga un poder efectivo para exigir respeto a su ideal jurídico. Pero en la actualidad estamos lejos de poseer una organización supranacional competente para emitir veredictos de autoridad incontestable e imponer el acatamiento absoluto a la ejecución de estos. Me veo llevado, de tal modo, a mi primer axioma: el logro de seguridad internacional implica la renuncia incondicional, en una cierta medida, de todas las naciones a su libertad de acción, vale decir, a su soberanía, y está claro fuera de toda duda que ningún otro camino puede conducir a esa seguridad. El escaso éxito que tuvieron, pese a su evidente honestidad, todos los esfuerzos realizados en la última década para alcanzar esta meta no deja lugar a dudas de que hay en juego fuertes factores psicológicos, que paralizan tales esfuerzos.

No hay que andar mucho para descubrir algunos de esos factores. El afán de poder que caracteriza a la clase gobernante de todas las naciones es hostil a cualquier limitación de la soberanía nacional. Esta hambre de poder político suele medrar gracias a las actividades de otro grupo guiado por aspiraciones puramente mercenarias, económicas.

Pienso especialmente en ese pequeño pero resuelto grupo, activo en toda nación, compuesto de individuos que, indiferentes a las consideraciones y moderaciones sociales, ven en la guerra, en la fabricación y venta de armamentos, nada más que una ocasión para favorecer sus intereses particulares y extender su autoridad personal. Ahora

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