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RESUMEN COMPLOT MONGOL


Enviado por   •  22 de Abril de 2013  •  9.143 Palabras (37 Páginas)  •  2.515 Visitas

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A las seis de la tarde se levantó de la cama y se puso los zapatos y la corbata. En el baño se echó agua en la cara y se peinó el cabello corto y negro. No tenía por qué rasurarse; nunca había tenido mucha barba y una rasurada le duraba tres días. Se puso una poca de agua de colonia Yardley, volvió al cuarto y del buró sacó la cuarenta y cinco. Revisó que tuviera el cargador en su sitio y un cartucho en la recámara. La limpió cuidadosamente con una gamuza y se la acomodó en la funda que le colgaba del hombro. Luego tomó su navaja de resorte, comprobó que funcionaba bien y se la guardó en la bolsa del pantalón. Finalmente se puso el saco de gabardina beige y el sombrero de alas anchas. Ya vestido volvió al baño para verse al espejo. El saco era nuevo y el sastre había hecho un buen trabajo; casi no se notaba el bulto de la pistola bajo el brazo, sobre el corazón. Inconscientemente, mientras se veía en el espejo, acarició el sitio donde la llevaba. Sin ella se sentía desnudo. El Licenciado, en la cantina de la Ópera, comentó un día que ese sentimiento no era más que un complejo de inferioridad, pero el Li-cenciado, como siempre, estaba borracho y, de todos modos, ¡al diablo con el Licenciado! La pistola cuarenta y cinco era parte de él, de Filiberto García; tan parte de él como su nombre o como su pasado. ¡Pinche pasado!

De la recámara pasó a la sala—comedor. El pequeño apartamento estaba inmaculado, con sus muebles de Sears casi nuevos. No nuevos en el tiempo, sino en el uso, porque muy pocas gentes lo visitaban y casi nadie los había usado. Podía ser el cuarto de cualquiera o de un hotel de mediana categoría. No había nada allí que fuera personal; ni un cuadro; ni una fotografía; ni un libro; ni un sillón que se viera más usado que otro; ni una quemadura de cigarro o una mancha de copa en la mesa baja del centro. Muchas veces había pensado en esos muebles, lo único que poseía aparte de su automóvil y el dinero bien guardado. Cuando se mudó de la pensión, una de tantas donde había vivido siempre, los compró en Sears; los primeros que le ofrecieron, y los puso como los dejó el empleado que los llevó y colocó también las cortinas. ¡Pinches muebles! Pero en un apartamento hay que tener muebles y cuando se compra un edificio de apartamentos, hay que vivir en uno de ellos. Se detuvo frente al espejo de la consola del comedor y se ajustó la corbata de seda roja y brillante, así como el pañuelo de seda negra que llevaba en la bolsa del pecho, el pañuelo que olía siempre a Yardley. Se revisó las uñas barnizadas y perfectas. Lo que no podía remediar era la cicatriz en la mejilla, pero el gringo que se la había hecho tampoco podía remediar ya su muerte. ¡Vaya lo uno por lo otro! ¡Pinche gringo! ¿Conque era muy bueno para el cuchillo? Pero no tanto para los plomazos. Y le llegó su día allí en Juárez. Más bien fue su noche. Eso le ha de enseñar a no querer madrugar cristianos en la noche, que no por mucho madrugar amanece más temprano, y a ese gringo ya no le va a amanecer nunca.

La cara oscura era inexpresiva, la boca casi siempre inmóvil, hasta cuando hablaba. Sólo había vida en sus grandes ojos verdes, almendrados. Cuando niño, en Yu¬récuaro, le decían El Gato, y una mujer en Tampico le decía Mi Tigre Manso. ¡Pinche tigre manso! Pero aunque los ojos se prestaban a un apodo así, el resto de la cara, sobre todo el rictus de la boca, no animaba a la gente a usar apodos con él.

En la entrada del edificio el portero lo saludó mar¬cialmente:

—Buenas tardes, mi Capitán.

Este maje se empeña en decirme capitán, porque uso traje de gabardina, sombrero texano y zapatos de resorte. Si llevara portafolio me diría licenciado. ¡Pinche licen¬ciado! y ¡pinche capitán!

La noche empezaba a invadir de grises sucios las calles de Luis Moya y el tráfico, como siempre a esas horas, era insoportable. Resolvió ir a pie. El Coronel lo había citado a las siete. Tenía tiempo. Anduvo hasta la Ave¬nida Juárez y torció a la izquierda, hacia el Caballito. Podía ir despacio. Tenía tiempo. Toda la pinche vida he tenido tiempo. Matar no es un trabajo que ocupa mucho tiempo, sobre todo desde que le estamos haciendo a la mucha ley y al mucho orden y al mucho gobierno. En la Revolución era otra cosa, pero entonces yo era mu¬chacho. Asistente de mi General Marchena, uno de tantos generales, segundón. Un abogadito de Saltillo dijo que era un general pesetero, pero el abogadito ya está muerto. No me gustan esos chistes. Bien está un cuento colorado, pero en lo que va a los chistes, hay que saber respetar, hay que saber respetar a Filiberto García y a sus generales. ¡Pinches chistes!

Sus conocidos sabían que no le gustaban los chistes. Sus mujeres lo aprendían muy pronto. Sólo el Licenciado, cuando estaba borracho, se atrevía a decirle cosas en broma. Es que a ese pinche Licenciado como que ya no le importa morirse. Cuando tiraron la bomba atómica e Japón me preguntó muy serio, allí frente a todos: "De profesional a profesional, ¿qué opina usted del Presidente Truman?'" Casi nadie se rió en la cantina. Cuando. Yo estoy allí casi nadie se ríe y cuando juego al dominó tan sólo se oye el ruido de las fichas que golpean el mármol de la mesa. Así hay que jugar al dominó, así hay que hacer las cosas entre hombres. Por eso me gustan los chinos de la calle de Dolores. Juegan su pocarito y no hablan ni andan con chistes. Y eso que tal vez Pedro Li y Juan Po no saben quién soy. Para ellos soy el ho¬nolable señol Galcía. ¡Pinches chales! A veces parece que no saben nada de lo que pasa, pero luego resulta como que lo saben todo. Y uno allí haciéndole al im¬portante con ellos y ellos viéndole la cara de maje, pero eso sí, muy discretitos. Y yo como que les sé sus ne¬gocios y sus movidas. Como lo de la jugadita y como lo del opio. Pero no digo nada. Si los chinos quieren fumar opio, que lo fumen. Y si los muchachos quie¬ren mariguana, no es cosa mía. Eso le dije al Coronel cuando me mandó a Tijuana a buscar a unos cuates que Pasaban mariguana a los Estados Unidos. Eran mexicanos unos y gringos los otros y dos de ellos se alcanzaron a morir. Pero hay otros que siguen pasando la mariguana y los gringos la siguen fumando, digan lo que digan sus leyes. Y los policías del otro lado presumen mucho del respeto a la ley y yo digo que la ley es una de esas cosas que está allí para los pendejos. Tal vez los gringos son pendejos. Porque con la ley no se va a ninguna parte. Allí está el Licenciado, gorreando las copas en la cantina y es aguzado para la ley. "Si caes, él te saca de cualquier lío". Pero yo no caigo. Una vez caí, pero allí aprendí. Para andar matando gente hay que tener órdenes de ma¬tar, Y una vez me salí del huacal y maté sin órdenes. Tenía razón para matarla, pero no tenía órdenes.

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