¿quien Mato A Palomino Molero?
Enviado por mendi22 • 14 de Noviembre de 2011 • 1.570 Palabras (7 Páginas) • 1.606 Visitas
En 1986 el peruano Mario Vargas Llosa (Arequipa, marzo 28 de 1936) publicó dos títulos de ficción: La Chunga –recién reseñado en Punto y Aparte (marzo 11 de 2010)– y ¿Quién mató a Palomino Molero?, libros en los que están presentes “los inconquistables” de Piura: Lituma, José y el Mono (mangaches del barrio de La Mangachería) y Josefino (gallinazo del barrio de La Gallinacera), personajes recurrentes en la obra del autor (sobre todo Lituma) surgidos en La Casa Verde (1966).
En el libreto teatral La Chunga es 1945 y “los inconquistables” se hallan en el barcito de la mujer que le da título a la obra y en buena medida especulan y divagan en torno a la desaparición de Meche, una atractiva trigueña que otrora, para continuar una partida de dados, Josefino dejó empeñada con la Chunga. En la novela ¿Quién mató a Palomino Molero? es 1954 y en su mayor parte ocurre en Talara, un pueblito frente al mar (a no muchos kilómetros de Piura), y “los inconquistables”, si bien son evocados por Lituma a lo largo de las páginas (incluso recuerda a Meche), sólo son protagonistas al inicio del segundo capítulo, en el barcito de la Chunga; estancia que sin embargo resulta trascendente en el decurso de la novela, pues en ese breve viaje de ida y vuelta en un día franco que Lituma (vestido de policía) hizo de Talara a Piura, es donde éste inicia las pesquisas, cuyos indicios encontrados allí, en Talara llevarán hacia la resolución del crimen anunciado en el título.
Si La Chunga está dedicada por el autor “A Patricia Pinilla”, ¿Quién mató a Palomino Molero? se la brindó “A José Miguel Oviedo”, el primer crítico literario que escribió un libro sobre el arequipeño: Mario Vargas Llosa: la invención de una realidad (Seix Barral, 1970), perdurable amigo que fue su condiscípulo los tres años que estudió en el católico colegio La Salle, en Lima, entre 1947 y 1950, donde, por cierto, según narra en sus memorias El pez en el agua (Seix Barral, 1993), tuvo entre sus maestros a un cura: “El Hermano Leoncio, nuestro profesor de sexto de primaria, un francés colorado y sesentón, bastante cascarrabias [...]”, que “nos hacía aprendernos de memoria poesías de fray Luis de León”; cuyo conato pedófilo evoca los multiplicados casos de pederastia que infestan a las legiones de sacerdotes católicos de toda la aldea global:
“No pude ir a recoger la libreta de notas, ese fin de año de 1948, por alguna razón [apunta Mario Vargas Llosa entre las páginas 75 y 76]. Fui al día siguiente. El colegio estaba sin alumnos. Me entregaron mi libreta en la dirección y ya partía cuando apareció el Hermano Leoncio, muy risueño. Me preguntó por mis notas y mis planes para las vacaciones. Pese a su fama de viejito cascarrabias, al Hermano Leoncio, que solía darnos un coscacho cuando nos portábamos mal, todos lo queríamos, por su figura pintoresca, su cara colorada, su rulo saltarín y su español afrancesado. Me comía a preguntas, sin darme un intervalo para despedirme, y de pronto me dijo que quería mostrarme algo y que viniera con él. Me llevó hasta el último piso del colegio, donde los Hermanos tenían sus habitaciones, un lugar al que los alumnos nunca subíamos. Abrió una puerta y era su dormitorio: una pequeña cámara con una cama, un ropero, una mesita de trabajo, y en las paredes estampas religiosas y fotos. Lo notaba muy excitado, hablando de prisa, sobre el pecado, el demonio o algo así, a la vez que escarbaba en su ropero. Comencé a sentirme incómodo. Por fin sacó un alto de revistas y me las alcanzó. La primera que abrí se llamaba Vea y estaba llena de mujeres desnudas. Sentí gran sorpresa, mezclada con vergüenza. No me atrevía a alzar la cabeza, ni a responder, pues, hablando siempre de manera atropellada, el Hermano Leoncio se me había acercado, me preguntaba si conocía esas revistas, si yo y mis amigos las comprábamos y las hojeábamos a solas. Y, de pronto, sentí su mano en mi bragueta. Trataba de abrírmela a la vez que, con torpeza, por encima del pantalón me frotaba el pene. Recuerdo su cara congestionada, su voz trémula, un hilito de baba en su boca. A él yo no le tenía miedo, como a mi papá. Empecé a gritar ‘¡Suélteme, suélteme!’ con todas mis fuerzas y el Hermano, en un instante, pasó de colorado a lívido. Me abrió la puerta y murmuró algo como ‘pero por qué te asustas’. Salí corriendo hasta la calle.
“¡Pobre Hermano Leoncio! Qué vergüenza pasaría también él, luego del episodio. Al año siguiente, el último que estuve en La Salle, cuando me lo cruzaba en el patio, sus ojos me evitaban y había incomodidad
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