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Peter Pan Por J.M Barrie


Enviado por   •  10 de Agosto de 2014  •  46.355 Palabras (186 Páginas)  •  342 Visitas

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Índice

Aparece Peter

La sombra

¡Vámonos, vámonos!

El vuelo

La isla hecha realidad

La casita

La casa subterránea

La laguna de las sirenas

El ave de Nunca Jamás

El hogar feliz

El cuento de Wendy

El rapto de los niños

¿Creéis en las hadas?

El barco pirata

«Esta vez o Garfio o yo»

El regreso a casa

Cuando Wendy creció

1. Aparece Peter

Todos los niños crecen, excepto uno. No tardan en saber que van a crecer y Wendy lo supo de la siguien-te manera. Un día, cuando tenía dos años, estaba jugando en un jardín, arrancó una flor más y corrió hasta su madre con ella. Su¬pongo que debía estar encantadora, ya que la señora Darling se llevó la mano al corazón y exclamó:

-¡Oh, por qué no podrás quedarte así para siempre!

No hablaron más del asunto, pero desde entonces Wendy supo que tenía que crecer. Siempre se sabe eso a partir de los dos años. Los dos años marcan el principio del fin.

Como es natural, vivían en el 14 y hasta que llegó Wendy su madre era la persona más importante. Era una señora en¬cantadora, de mentalidad romántica y dulce boca burlona. Su mentalidad romántica era como esas cajitas, procedentes del misterioso Oriente, que van unas dentro de las otras y que por muchas que uno descubra siempre hay una más; y su dulce boca burlona guardaba un beso que Wendy nunca pudo conseguir, aunque allí estaba, bien visible en la comi¬sura derecha.

Así es como la conquistó el señor Darling: los numerosos caballeros que habían sido muchachos cuando ella era una jovencita descubrieron simultáneamente que estaban ena¬morados de ella y todos corrieron a su casa para declararse, salvo el señor Darling, que tomó un coche y llegó el primero y por eso la consiguió. Lo consiguió todo de ella, menos la cajita más recóndita y el beso. Nunca supo lo de la cajita y con el tiempo renunció a intentar obtener el beso. Wendy pensaba que Napoleón podría haberlo conseguido, pero yo me lo imagino intentándolo y luego marchándose furioso, dando un portazo.

El señor Darling se vanagloriaba ante Wendy de que la madre de ésta no sólo lo quería, sino que lo respetaba. Era uno de esos hombres astutos que lo saben todo acerca de las acciones y las cotizaciones. Por supuesto, nadie entiende de eso realmente, pero él daba la impresión de que sí lo enten¬día y comentaba a menudo que las cotizaciones estaban en alza y las acciones en baja con un aire que habría hecho que cualquier mujer lo respetara.

La señora Darling se casó de blanco y al principio llevaba las cuentas perfectamente, casi con alegría, como si fuera un juego, y no se le escapaba ni una col de Bruselas; pero poco a poco empezaron a desaparecer coliflores enteras y en su lu¬gar aparecían dibujos de bebés sin cara. Los dibujaba cuan¬do debería haber estado haciendo la suma total. Eran los presentimientos de la señora Darling.

Wendy llegó la primera, luego John y por fin Michael. Durante un par de semanas tras la llegada de Wendy estu¬vieron dudando si se la podrían quedar, pues era una boca más que alimentar. El señor Darling estaba orgullosísimo de ella, pero era muy honrado y se sentó en el borde de la cama de la señora Darling, sujetándole la mano y calculando gas¬tos, mientras ella lo miraba implorante. Ella quería correr el riesgo, pasara lo que pasara, pero él no hacía las cosas así: él hacía las cosas con un lápiz y un papel y si ella lo confun¬día haciéndole sugerencias tenía que volver a empezar desde el principio.

-No me interrumpas -le rogaba-. Aquí tengo una libra con diecisiete y dos con seis en la oficina; puedo prescindir del café en la oficina, pongamos diez chelines, que hacen dos libras, nueve peniques y seis cheli-nes, con tus dieciocho y tres hacen tres libras, nueve chelines y siete peniques... ¿quién está moviéndose?... ocho, nueve, siete, coma y me llevo siete... no hables, mi amor... y la libra que le prestaste a ese hombre que vino a la puerta... calla, niña... coma y me llevo, niña... ¡ves, ya está mal!... ¿he dicho nueve libras, nueve chelines y siete peniques? Sí, he dicho nueve libras, nueve chelines y siete peniques; el problema es el siguiente: ¿podemos intentarlo por un año con nueve libras, nueve chelines y siete peniques?

-Claro que podemos, George -exclamó ella. Pero estaba predispuesta en favor de Wendy y, en realidad, de los dos, él era quien tenía un carácter más fuerte.

-Acuérdate de las paperas -le advirtió casi amenazadora¬mente y se puso a calcular otra vez-. Paperas una libra, eso es lo que he puesto, pero seguro que serán más bien treinta chelines... no hables... sarampión una con quince, rubeola media guinea, eso hace dos libras, quince chelines y seis pe¬niques... no muevas el dedo... tos ferina, pongamos que quince chelines...

Y así fue pasando el tiempo y cada vez daba un total dis¬tinto; pero al final Wendy pudo quedarse, con las paperas re¬ducidas a doce chelines y seis peniques y los dos tipos de sa¬rampión considerados como uno solo.

Con John se produjo la misma agitación y Michael se libró aún más por los pelos, pero se quedaron con los dos y pronto se veía a los tres caminando en fila rumbo al jardín de Infan¬cia de la señora Fulsom, acompañados de su niñera.

A la señora Darling le encantaba tener todo como es de¬bido y el señor Darling estaba obsesionado por ser exacta¬mente igual que sus vecinos, de forma que, como es lógico, tenían una niñera. Como eran pobres, debido a la cantidad de leche que bebían los niños, su niñera era una remilgada perra de Terranova, llamada Nana, que no había pertene¬cido a nadie en concreto hasta que los Darling la contrata-ron. Sin embargo, los niños siempre le habían parecido im¬portantes y los Darling la conocieron en los jardines de Kensington, donde pasaba la mayor parte de su tiempo li¬bre asomando el hocico al interior de los cochecitos de los bebés y era muy odiada por las niñeras descuidadas, a las que seguía hasta sus casas y luego se quejaba de ellas ante sus señoras. Demostró ser una joya de niñera. Qué meticu¬losa era a la hora del baño, lo mismo que en cualquier mo¬mento de la noche si uno de sus tutelados hacía el menor ruido. Por supuesto, su perrera estaba en el cuarto de los ni¬ños. Tenía una habilidad especial para saber cuándo no se debe ser indulgente con una tos y cuándo lo que hace falta es abrigar la garganta con un calcetín. Hasta el fin de sus días tuvo fe en remedios anticuados como el ruibarbo y soltaba gruñidos de desprecio ante toda esa charla tan de moda sobre los gérmenes y cosas así. Era una lección de decoro verla cuando escoltaba a los niños

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