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Cazadorez


Enviado por   •  17 de Junio de 2013  •  7.308 Palabras (30 Páginas)  •  263 Visitas

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CAPITULO IV

ROBERTO KOCH

EL PALADÍN CONTRA LA MUERTE

I

En los asombrosos y sensacionales años que transcur

rieron entre 1860 y 1870, en

tanto Pasteur se dedicaba a salvar la industria del

vinagre, maravillando a reyes y

pueblos, mientras diagnosticaba las enfermedades de

los gusanos de la seda, un

alemán miope, serio y de baja estatura, estudiaba m

edicina en la Universidad de

Gotinga. Se llamaba Roberto Koch. Era buen estudian

te, pero soñaba con cacerías de

tigres mientras atasajaba cadáveres. Memorizaba a c

onciencia los nombres de cientos

de huesos y músculos, pero el lamento imaginario de

las sirenas de los barcos que

partían rumbo a Oriente le hacían olvidar aquella j

erga de latín y griego.

El sueño de Koch era ser explorador, o médico milit

ar para ganar Cruces de

Hierro, o por lo menos médico naval para tener la o

portunidad de visitar países

remotos; pero, después de recibirse, tuvo que hacer

su internado en el poco

interesante manicomio de Hamburgo. Ocupado en atend

er a los locos furiosos y a los

idiotas incurables, difícilmente podrían llegar a s

us oídos los ecos de las profecías de

Pasteur sobre la existencia de seres tan terribles

como los microbios asesinos. Aún

seguía escuchando las sirenas de los vapores cuando

al atardecer se paseaba por los

muelles con Emma Frantz, a quien le rogó se casara

con él, hablándole de lo

románticos viajes que habrían de realizar alrededor

del mundo. Emma respondió a

Roberto que se casaría con él, a condición de que s

e olvidara de todas aquellas

nececedades de una vida aventurera, y se establecie

ra en Alemania para ejercer su

profesión como un buen y útil ciudadano.

Koch accedió; el atractivo de cincuenta años de dic

ha junto a ella, logró hacer que

se esfumaran sus sueños de elefantes y países exóti

cos, y se decidió a practicar la

medicina, ejercicio que siempre encontró, monótono,

en una serie de pueblos

prusianos.

Mientras Koch escribía recetas y atravesaba a cabal

lo grandes lodazales, para

pasar en vela las noches a la cabecera de las partu

rientas campesinas prusianas,

Líster comenzaba en Escocia a salvarles la vida med

iante la asepsia. Los profesores y

estudiantes de las facultades de medicina de Europa

empezaban a interesarse por las

teorías de Pasteur y a discutirlas. Aquí y allá se

hacían toscos experimentos, pero

Koch se hallaba tan aislado del mundo científico co

mo Leeuwenhoek, doscientos años

antes, cuando empezó a tallar lentes en Delft, en H

olanda. Parecía que su destino

sería el de consolar enfermos y la también encomiab

le tentativa de salvar la vida de

los moribundos, cosa que, naturalmente, no conseguí

a en la mayoría de los casos,

Emma, su mujer, estaba muy satisfecha con su situac

ión, y se sentía orgullosa

cuando su marido ganaba veinte pesos en dos días de

mucho trabajo.

C a z a d o r e s d e m i c r o b i o s

P a u l d e K r u i f

36

Pero Roberto Koch estaba inquieto; como se suele de

cir: iba tirando. La pasaba

de un pueblo aburrido a otro aún menos interesante,

hasta que por fin llegó a

Wollstein, en la Prusia Oriental, donde Frau Koch,

para festejar el vigésimoctavo

cumpleaños de su marido, le regaló un microscopio p

ara que se distrajera.

Podemos imaginarnos a aquella buena mujer diciendo:

—Quizá con esto se distraiga Roberto de lo que llam

a su estúpido trabajo. Tal vez

le proporcione alguna satisfacción, ya que siempre

está mirándolo todo con esa vieja

lupa que tiene.

¡Pobre mujer! Este microscopio nuevo, este juguete,

llevó a su marido a

aventuras mucho más curiosas que las que hubiera po

dido correr en Tahití o en

Lahore; lances extraños, soñados por Pasteur, pero

que hasta entonces nadie había

experimentado y que se originaron en los cadáveres

de ovejas y vacas. Estos nuevos

paisajes, estas maravillosas aventuras lo asaltaron

del modo más increíble en la

misma puerta de su casa, en su propia sala de consu

lta, que tanto le aburría y que ya

empezaba a detestar.

—Odio todo este engaño al que en resumidas cuentas

se reduce el ejercicio de la

Medicina, y no porque no quiera salvar a los niños

de las garras de la difteria, sino

porque, cuando las madres acuden a mí, rogándome qu

e salve a sus hijos, ¿qué

puedo hacer yo? Tropezar, andar a tientas, darles e

speranzas, cuando sé que no las

hay. ¿Cómo puedo curar la difteria, si desconozco s

u causa? ¿Si el doctor más sabio

de toda Alemania tampoco la conoce?

Estas eran las amargas reflexiones que Koch expresa

ba a su mujer, quien se

sentía molesta y desorientada, pues pensaba que lo

único que a un médico joven le

incumbía era poner en práctica el caudal de conocim

iento adquiridos en la Facultad.

¡Qué hombre aquel! ¡Nunca estaba satisfecho!

Pero Koch tenía razón, pues, en realidad, ¿qué es l

o que sabían los médicos sobre

las misteriosas causas de las enfermedades? A pesar

de su brillantez, los

experimentos de Pasteur nada probaban acerca del or

igen y la causa de los

padecimientos de la Humanidad. Había abierto brecha

, es cierto; era un precursor que

profetizara grandes victorias sobre las enfermedade

s, y había perorado sobre

magníficas maneras de eliminar las epidemias de la

faz de la tierra. Pero, entre tanto,

los mújiks de las desoladas estepas rusas seguían c

ombatiendo las plagas como sus

antepasados; enganchando cuatro viudas a un arado p

ara labrar un surco alrededor

del pueblo en la oscuridad de la noche; y los médic

os no conocían otro medio de

protección más eficaz.

Tal vez Frau Koch trató de consolar a su marido dic

iéndole: —Pero Roberto, los

profesores y las eminencias de Berlín forzosamente

tienen que saber la causa de estas

enfermedades

...

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