El Hombre Que Calculaba
Enviado por ARMANDOBMG • 16 de Marzo de 2015 • 1.382 Palabras (6 Páginas) • 198 Visitas
CAPITULO V
De los prodigiosos cálculos efectuados por Beremiz Samir,
camino de la hostería “El Anade Dorado”, para determinar el
número exacto de palabras pronunciadas en el transcurso de
nuestro viaje y cuál el promedio de las pronunciadas por
minuto. Donde el Hombre que Calculaba resuelve un problema
y queda establecida la deuda de un joyero.
Luego de dejar la compañía del jeque Nassair y del visir Maluf, nos
encaminamos a una pequeña hostería, denominada “El Anade
Dorado”, en la vecindad de la mezquita de Solimán. Allí nuestros
camellos fueron vendidos a un chamir de mi confianza, que vivía
cerca.
De camino, le dije a Beremiz:
-Ya ves, amigo mío, que yo tenía razón cuando dije que un hábil
calculador puede encontrar con facilidad un buen empleo en Bagdad.
En cuanto llegaste ya te pidieron que aceptaras el cargo de secretario
de un visir. No tendrás que volver a la aldea de Khol, peñascosa y
triste.
-Aunque aquí prospere y me enriquezca, me respondió el
calculador, quiero volver más tarde a Persia, para ver de nuevo mi
terruño, ingrato es quien se olvida de la patria y de los amigos de la
infancia cuando halla la felicidad y se asienta en el oasis de la
prosperidad y la fortuna.
Y añadió tomándome del brazo:
-Hemos viajado juntos durante ocho días exactamente. Durante
este tiempo, para aclarar dudas e indagar sobre las cosas que me
interesaban, pronuncié exactamente 414.720 palabras. Como en
ocho días hay 11.520 minutos puede deducirse que durante la
jornada pronuncié una media de 36 palabras por minuto, esto es
2.160 por hora. Esos números demuestran que hablé poco, fui
discreto y no te hice perder tiempo oyendo discursos estériles. El
hombre taciturno, excesivamente callado, se convierte en un ser
desagradable; pero los que hablan sin parar irritan y aburren a sus
oyentes. Tenemos, pues, que evitar las palabras inútiles, pero sin
caer en el laconismo exagerado, incompatible con la delicadeza. Y a
tal respecto podré narrar un caso muy curioso.
Y tras una breve pausa, el calculador me contó lo siguiente:
-Había en Teherán, en Persia, un viejo mercader que tenía tres
hijos. Un día el mercader llamó a los jóvenes y les dijo: “El que sea
capaz de pasar el día sin pronunciar una palabra inútil recibirá de mí
un premio de veintitrés timunes”.
Al caer de la noche los tres hijos fueron a presentarse ante el
anciano. Dijo el primero:
-Evité hoy ¡Oh, padre mío! Toda palabra inútil. Espero, pues, haber
merecido, según tu promesa, el premio ofrecido. El premio, como
recordarás sin duda, asciende a veintitrés timunes.
El segundo se acercó al viejo, le besó las manos, y se limitó a
decir:
-¡Buenas noches, padre!
El más joven no dijo una palabra. Se acercó al viejo y le tendió la
mano para recibir el premio. El mercader, al observar la actitud de los
tres muchachos, habló así:
-El primero, al presentarse ante mí, fatigó mi intención con varias
palabras inútiles; el tercero se mostró exageradamente lacónico. El
premio corresponde, pues, al segundo, que fue discreto sin
verbosidad, y sencillo sin afectación.
Y Beremiz, al concluir, me preguntó:
-¿No crees que el viejo mercader obró con justicia al juzgar a los
tres hijos?
Nada respondí. Crei mejor no discutir el caso de los veintitrés
timunes con aquel hombre prodigioso que todo lo reducía a números,
calculaba promedios y resolvía problemas.
Momentos después, llegamos al albergue del “Anade Dorado”.
El dueño de la hostería se llamaba Salim y había sido empleado de
mi padre. Al verme gritó risueño:
-¡Allah sobre ti!, pequeño. Espero tus órdenes ahora y siempre.
Le dije que necesitaba un cuarto para mí y para mi amigo Beremiz
Samir, el calculador secretario del visir Maluf.
-¿Este hombre es calculador?, preguntó el viejo Salim. Pues llega
en el momento justo para sacarme de un apuro. Acabo de tener una
discusión con un vendedor de joyas. Discutimos largo tiempo y de
nuestra discusión resultó al fin un problema que no sabemos resolver.
Informadas de que había llegado a la hostería un gran calculador,
varias personas se acercaron curiosas. El vendedor de joyas fue
llamado y declaró hallarse interesadísimo en la resolución de tal
problema.
-¿Cuál es finalmente el origen de la duda? preguntó Beremiz.
El viejo Salim contestó:
-Ese hombre –y señaló al joyero- vino de Siria para vender joyas
en Bagdad. Me prometió que pagaría por el
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