OJOS VENDADOS
Enviado por bry17 • 25 de Mayo de 2013 • 13.787 Palabras (56 Páginas) • 428 Visitas
Néstor García Canclini
Consumidores y Ciudadanos
Conflictos multiculturales de la globalización
Editorial Grijalbo
Introducción
Consumidores del siglo XXI, ciudadanos del XVIII
Este libro trata de entender cómo los cambios en la manera de consumir han alterado las posibilidades y las formas de ser ciudadano. Siempre el ejercicio de la ciudadanía estuvo asociado a la capacidad de apropiarse de los bienes y a los modos de usarlos, pero se suponía que esas diferencias estaban niveladas por la igualdad en derechos abstractos que se concretaban al votar, al sentirse representado por un partido político o un sindicato. Junto con la descomposición de la política y el descreimiento en sus instituciones, otros modos de participación ganan fuerza. Hombres y mujeres perciben que muchas de las preguntas propias de los ciudadanos —a dónde pertenezco y qué derechos me da, cómo puedo informarme, quién representa mis intereses— se contestan más en el consumo privado de bienes y de los medios masivos que en las reglas abstractas de la democracia o en la participación colectiva en espacios públicos.
En un tiempo en el que las campañas electorales se trasladan de los mítines a la televisión, de las polémicas doctrinarias a la confrontación de imágenes y de la persuasión ideológica a las encuestas de marketing, es coherente que nos sintamos convocados como consumidores aun cuando se nos interpele como ciudadanos. Si la tecnoburocratización de las decisiones y la uniformidad internacional impuesta por los neoliberales en la economía reducen lo que está sujeto a debate en la orientación de las sociedades, pareciera que éstas se planifican desde instancias globales inalcanzables y que lo único accesible son los bienes y mensajes que llegan a nuestra propia casa y usamos "como nos parece".
Lo propio y lo ajeno: una oposición que se desdibuja
Se puede percibir la radicalidad de estos cambios examinando el modo en que ciertas frases del sentido común fueron variando su significado hasta perderlo. A mediados de este siglo, era frecuente en algunos países latinoamericanos que una discusión entre padres e hijos sobre lo que la familia podía comprar o sobre la competencia con los vecinos terminara con el dictamen paterno: "Nadie está contento con lo que tiene". Esa "conclusión" manifestaba muchas ideas a la vez: la satisfacción por lo que habían conseguido quienes pasaron del campo a las ciudades, por los avances de la industrialización y el advenimiento a la existencia cotidiana de nuevos recursos de confort (la luz eléctrica, el teléfono, la radio, quizá el coche), todo lo que los hacía sentir privilegiados habitantes de la modernidad. Quienes pronunciaban esa frase estaban contestando a los hijos que arribaban a la educación media o superior y desafiaban a los padres con nuevas demandas. Respondían a la proliferación de aparatos electrodomésticos, a los nuevos signos de prestigio y las ideas políticas más radicales, a innovaciones del arte y la sensibilidad, aventuras de las ideas y los afectos a las que les costaba incorporarse.
Las luchas generacionales acerca de lo necesario y lo deseable muestran otro modo de establecer las identidades y construir lo que nos distingue. Nos vamos alejando de la época en que las identidades se definían por esencias ahistóricas: ahora se configuran más bien en el consumo, dependen de lo que uno posee o es capaz de llegar a apropiarse. Las transformaciones constantes en las tecnologías de producción, en el diseño de los objetos, en la comunicación más extensiva e intensiva entre sociedades —y de lo que esto genera en la ampliación de deseos y expectativas— vuelven inestables las identidades fijadas en repertorios de bienes exclusivos de una comunidad étnica o nacional. Esa versión política del estar contento con lo que se tiene que fue el nacionalismo de los años sesenta y setenta, es vista hoy como el último esfuerzo de las élites desarrollistas, las clases medias y algunos movimientos populares por contener dentro de las tambaleantes
fronteras nacionales la explosión globalizada de las identidades y de los bienes de consumo que las diferenciaban.
Finalmente, la frase perdió sentido. ¿Cómo vamos a estar felices con lo propio cuando ni siquiera se sabe qué es? En los siglos XIX y XX, la formación de naciones modernas permitió trascender las visiones aldeanas de campesinos e indígenas, y a su vez evitó que nos disolviéramos en la vasta dispersión del mundo. Las culturas nacionales parecían sistemas razonables para preservar, dentro de la homogeneidad industrial, ciertas diferencias y cierto arraigo territorial, que más o menos coincidían con los espacios de producción y circulación de los bienes. Comer como español, brasileño o mexicano era no sólo guardar tradiciones específicas, sino alimentarse con los productos de la propia sociedad, que estaban a la mano y solían ser más baratos que los importados. Una prenda de ropa, un coche o un programa de televisión resultaban más accesibles si eran nacionales. El valor simbólico de consumir "lo nuestro" estaba sostenido por una racionalidad económica. Buscar bienes y marcas extranjeros era un recurso de prestigio y a veces una elección de calidad. General Electric o Pierre Cardin: la internacionalización como símbolo de status. Kodak, los hospitales de Houston y Visconti representaban la industria, la atención médica y el cine que los países periféricos no teníamos, pero podríamos llegar a tener.
Esta oposición esquemática, dualista, entre lo propio y lo ajeno, no parece guardar mucho sentido cuando compramos un coche Ford montado en España, con vidrios hechos en Canadá, carburador italiano, radiador austríaco, cilindros y batería ingleses y el eje de transmisión francés. Enciendo mi televisor fabricado en Japón y lo que veo es un film-mundo, producido en Hollywood, dirigido por un cineasta polaco con asistentes franceses, actores y actrices de diez nacionalidades, y escenas filmadas en los cuatro países que pusieron financiamiento para hacerlo. Las grandes empresas que nos suministran alimentos y ropa, nos hacen viajar y embotellarnos en autopistas idénticas en todo el planeta, fragmentan el proceso de producción fabricando cada parte de los bienes en los países donde el costo es menor. Los objetos pierden la relación de fidelidad con los territorios originarios. La cultura es un proceso de ensamblado multinacional, una articulación flexible de partes, un montaje de rasgos que cualquier ciudadano de cualquier país, religión o ideología
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