La Adolescencia
Enviado por Yuridiaestramon • 23 de Marzo de 2014 • 1.865 Palabras (8 Páginas) • 190 Visitas
Adolescencia y juventud efímera
Paul Veyne
Adolescencia. A los doce años, el niño romano de buena familia abandona a la enseñanza elemental; a los catorce, abandona su indumentaria infantil y adquiere el derecho a hacer lo que todo muchacho anhela a los dieciséis o diecisiete, puede optar por la carrera pública, o entrar en el ejército, no de otra manera que Stendhal se dedicó a los dieciséis por ser húsar. No existe «mayoría de edad» legal, ni de impúberes, que dejan de serlo cuando su padre o su tutor advierten que están ya en edad de usar el atuendo adulto y de afeitarse el bozo incipiente. Aquí tenemos al hijo de un senador; a los dieciséis años cumplidos, es caballero; a los diecisiete, desempeña su primer cargo público: se ocupa de la policía de Roma, hace ejecutar a los condenados a muerte, dirige la Moneda; su carrera ya no se detendrá, llegará a ser general, juez, senador. ¿Dónde lo ha aprendido todo? En el tajo. ¿De sus mayores? De sus subordinados, mejor: tiene la suficiente altivez nobiliaria para que parezca que decide cuando le están haciendo decidir. Cualquier otro joven noble, a los dieciséis años, era oficial, sacerdote del Estado, o se había estrenado ya en el foro.
Al aprendizaje sobre el tajo de los asuntos cívicos y profesionales se añade el estudio escolar de la cultura (el pueblo posee una cultura, pero no tiene la ambición de cultivarse); la escuela es el medio para semejante apropiación y, al mismo tiempo, modifica esta misma cultura: es así como llega a haber escritores «clásicos», del mismo modo que de acuerdo con los cánones del turismo va a haber lugares que será preciso haber visitado, y monumentos que habrá que haber visto. La escuela enseña por fuerza a todos los notables actividades prestigiosas para todo el mundo, pero que sólo interesan a unos pocos, incluso entre quienes las admiran de lejos. Y, como sucede que una institución cualquiera se convierte enseguida en fin de sí misma, la escuela enseñará sobre todo, y llamará clásico, lo que resulte más fácil de enseñar; desde los tiempos de la Atenas clásica, la retórica había sabido elaborarse como doctrina establecida y dispuesta para ser enseñada. Fue así como los jóvenes romanos, entre los doce y los dieciocho o los veinte años, aprendían a leer a sus clásicos, y luego estudiaban la retórica. ¿Y qué era la retórica?
Pues exactamente, nada útil, que aportara algo a la «sociedad». La elocuencia de la tribuna, así como la del foro, desempeñaron un gran papel durante la República romana, pero su prestigio provenía mucho más de su brillo literario que de su función cívica: Cicerón, que no era precisamente hijo de un oligarca, tendrá el raro honor de ser admitido en el Senado porque su relumbre literario de orador no podía por menos de realzar el prestigio de la asamblea. Todavía en tiempos del Imperio, el público seguía los procesos como se sigue entre nosotros la vida literaria, y la gloria de los poetas carecía de la aureola de vasta popularidad que ceñía la frente de los oradores de talento.
Esta popularidad de la elocuencia le valió al arte retórica, o elocuencia en recetas, convertirse, junto al estudio de los clásicos, en la materia capital de la escuela romana; de manera que todos los muchachos aprendían modelos de
discursos judiciales o políticos, desarrollos-tipo, y efectos catalogados (el equivalente a nuestras «figuras retóricas»). ¿Aprendían por tanto el arte de la elocuencia? No, porque muy pronto la retórica, como se la enseñaba en la escuela, se convirtió en un arte aparte, mediante el conocimiento de sus propias reglas. Llegó a haber por tanto, entre la elocuencia y la enseñanza de la retórica, un verdadero abismo que la Antigüedad no dejó nunca de deplorar, al tiempo que se complacía en él. Los temas de discurso que se les proponían a los niños romanos no tenían nada que ver con el mundo real; al contrario, cuanto más abracadabrante era un tema, más materia proporcionaba a la imaginación; la retórica se había convertido en un juego de sociedad. «Supongamos que una ley ha decidido que una mujer seducida tenga la posibilidad de hacer condenar a muerte a su seductor o de casarse con él; ahora bien, durante una misma noche, un hombre viola a dos mujeres; una de ellas exige su muerte, y la otra, contraer matrimonio con él»: un tema como éste ofrecía ancho camino al virtuosismo, al gusto por el melodrama y el sexo, al placer de la paradoja y a las complicidades del humor. Pasada la edad escolar, no faltaban aficionados muy versados que continuaban ejercitándose en semejantes juegos, en su domicilio, ante un auditorio de auténticos expertos. Tal fue la genealogía de la enseñanza antigua de la cultura a la voluntad de cultura, de ésta a la escuela, y, de esta última al ejercicio escolar convertido en un fin en sí mismo.
Mientras el niño romano, al pie de la cátedra, «le aconseja a Sila que renuncie a la dictaduras o delibera sobre lo que debe decidir la muchacha violada, ha alcanzado la pubertad. Comienzan unos años de indulgencia. Todo el mundo está de acuerdo: en cuanto los jóvenes se visten por primera vez de hombres, su primer cuidado consiste en granjearse los favores de una sirvienta o en precipitarse a Suburra, el barrio de mala fama de Roma; a menos que una dama de la alta sociedad, según se precisa, no ponga los ojos en ellos y tenga el capricho de espabilarlos (la libertad de costumbres de la aristocracia romana corría pareja con la de nuestro siglo XVIII). Para los médicos,
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