La ira como una emoción

FURIA

¿Y por qué no, furioso o furiosa? Ya que en definitiva nos acordamos de ella cuando se manifiesta pura y exclusivamente a través de este o aquel sujeto. Y es que por incómoda o molesta que resulta, nos llama la atención, nos interroga y nos enfrenta a pensar qué hay detrás de tal manifestación.

La situamos como una clara expresión de la ira, pensamos en su relación con la agresividad o con la imposibilidad de controlar hasta los impulsos más sádicos, y nos olvidamos de registrar que quizás sea una forma más que nuestra mente tiene de expresarse y como tal, nos enfrenta nuevamente con la posibilidad de llegar al fondo de la encrucijada.

Si apostamos a creer que el arte expresa una realidad subjetiva y por qué no, a la vez universal, podríamos afirmar que la génesis de esa furia encierra lo más arcaico del sujeto permitiéndonos entrar en su esfera y conocer las propias modalidades de expresión.

¿Se puede acaso juzgar a la furia desde esta concepción? Y ¿por qué no juzgamos a la angustia, y paradójicamente sí, tratamos de salvarla y reorientarla?

Es acaso un infortunio pensar que como modo de expresión, el arte del ser furioso encierra, nada más y nada menos, que el recuento y encuentro de las fuerzas que estructuran al sujeto a lo largo de su historia, y que terminan por manifestarse del modo más económico y asequible que encuentra, tratando de regular sus necesidades y sus deseos, y filtrando quizás más energía de lo común.

Por lo cual, no nos olvidemos que la furia está presente, no solo en un golpe, un dolor o un grito ahogado. Se encuentra en los actos desapercibidos, en las miradas resentidas, en las palabras heladas que piden a gritos que esta tristeza que, en definitiva encierra la furia, sea saldada.

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