La masacre de las bananeras
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La masacre de las bananeras
Tomado de:
Revista Credencial Historia.
(Bogotá - Colombia).
Edición 190
Octubre de 2005
Después de varios días de huelga los obreros de la zona bananera en el Departamento del Magdalena, se enfrentaron con el ejército, desplegado allí para evitar alteraciones del orden público y “un golpe de mano” que tenían planeado los comunistas, organizadores de la huelga, según rezaba la propaganda difundida por distintos medios de comunicación. Sobra decir que impresos, pues entonces no había de otros.
¿Qué pretendían los supuestos comunistas al lanzar a los obreros de las bananeras a una huelga que, desde el primer momento, fue calificada de subversiva por el Gobierno? ¿Qué intentaban subvertir los obreros de la zona bananera? ¿Acaso estaban formando un ciclón revolucionario bolchevique –como editorializaban los respetados periódicos conservadores y preconizaban desde los púlpitos los venerables representantes de Dios en la Tierra—ciclón que barrería con las vidas y haciendas de la gente de bien?
No podría explicarse, ni menos comprenderse, por qué ocurrió un episodio como la masacre de la Zona bananera del Magdalena, sin tratar de entender el influjo de un acontecimiento acaecido diez años antes, la Revolución bolchevique de Rusia, al concluir la primera guerra Mundial, y el establecimiento de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, primera república socialista en el mundo, que a su vez produjo el nacimiento de dos corrientes opuestas: la de los que veían por fin materializado el ideal de la igualdad social y de la justicia verdadera, encarnado en Lenin y sus bolcheviques, la redención de las clases trabajadoras y la condena definitiva de la explotación del hombre por el hombre; y la de los que advirtieron en a revolución soviética una amenaza mortal para el orden capitalista, la desaparición de la propiedad privada y el establecimiento de la horrenda dictadura del proletariado. La primera corriente ganó muchos adeptos en todo el mundo. Los obreros se organizaron en sindicatos, las huelgas se extendieron y poco a poco los trabajadores le arrancaron al capital amedrentado concesiones y derechos con los que, diez años atrás, ni se hubieran atrevido a soñar.
En los albores de la revolución soviética el escritor liberal colombiano Max Grillo había pregonado, a mediados de 1919, que “los obreros [colombianos] desean formar un nuevo partido que tenga por programa las grandes reivindicaciones socialistas. El liberalismo, por evolución, puede ser ese partido socialista”. No eran palabras vanas. Los intelectuales liberales, su clase dirigente, su juventud, se lanzaron a una en pos del ideal socialista, ya aclamado por Rafael Uribe Uribe mucho antes de la revolución de octubre de 1917, como un imperativo para el liberalismo. Los patriarcas Baldomero Sanín Cano, Benjamín Herrera y Max Grillo, y los jóvenes Enrique Olaya Herrera, Alfonso López, Eduardo Santos, Luis López de Mesa, Eduardo y Agustín Nieto Caballero, Armando Solano, Benjamín Palacio Uribe, Luis Cano, Enrique Santos, Ricardo Rendón, María Cano, y varios centenares más de la extraordinaria Pléyade de liberales de la Generación del Centenario que supieron combinar el pensamiento con la acción, acordaron, al comenzar la década de los veintes, que el propósito sagrado del Partido Liberal, en su búsqueda del poder, era plasmar la reforma social, y acogieron en su plataforma no pocos de los postulados del socialismo soviético.
Como es natural el Partido Conservador –en el que militaban personalidades progresistas como José Vicente Concha, Marco Fidel Suárez, Pedro Nel Ospina o Guillermo Valencia—no podía estar de acuerdo con las prédicas subversivas del bolcheviquismo, y las combatió sin tregua en el parlamento, en el Gobierno, en la prensa y en los púlpitos. Para 1928 el liberalismo –todavía minoritario en el Congreso—había popularizado su acción social y gozaba del fervor de las masas. Los obreros, a los que el sector más reaccionario del conservatismo calificaba de comunistas, eran fervientes liberales porque encontraban en los editoriales de la prensa liberal, en los discursos de los jefes del liberalismo, en la idea de la reforma social, su gran esperanza.
Asustados los jefes conservadores y los jerarcas de la Iglesia --que también eran jefes conservadores, o mejor, los verdaderos jefes—ante la catástrofe electoral que veían venir para 1930, y la inminente caída del régimen conservador, adoptaron estrategias desesperadas. Una de ellas fue la presentación de la ley 69, que so pretexto de reglamentar la actividad obrera, buscaba meter en cintura a los sindicatos y disminuir la capacidad de acción política de las masas liberales “comunistas”. Esta Ley 69, apodada “Ley heroica” por sus promotores, vedaba que los sindicatos atacaran el derecho de propiedad privada o desconocieran su legitimidad, les prohibía fomentar la lucha de clases y les desconocía el derecho de promover huelgas. La divulgación de escritos, carteles y publicaciones que respaldaron los actos declarados ilicititos por la ley 69, sería sancionada con severidad. En adelante los obreros se convertían en objeto de aguda vigilancia policial. Sancionó la Ley el Presidente de la República, doctor Miguel Abadía Méndez, jurista eminente, hombre probo, temeroso de Dios y más temeroso aún de los poderes terrenales que, tal la United Fruit Company, eran así mismo omnímodos, como lo dijese en alguna ocasión el doctor Eduardo Santos, Director de El Tiempo.
Huelga y Masacre
Las gestiones entre el sindicato obrero de las bananeras, dirigido por Raúl Eduardo Mahecha, y la United Fruit Company, también llamada Compañía Frutera de Sevilla, llegaron a su punto culminante con la aprobación de la Ley Heroica. La United endureció sus posiciones y rechazó de plano el pliego de los trabajadores, cuyas peticiones principales eran la abolición del sistema de contratistas, el aumento general de los salarios, el descanso dominical remunerado, la indemnización por accidente y la construcción de viviendas decorosas para los obreros de la zona bananera. La Frutera de Sevilla rechazó esas peticiones “subversivas” amparada en la ley 69 de 30 de octubre de 1928 que había declarado la ilegalidad anticipada de cualquier pretensión obrero que tratara de obtener, mediante huelgas o cualesquiera otros medios “de fuerza”, concesiones por parte de los patronos. A los trabajadores de la zona bananera no les quedó otro recurso que ir a la huelga. Los Directivos de la United movieron enseguida su vasto aparato de influencias en el alto Gobierno, que desplegó un contingente del ejército, al mando del general Carlos
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