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Piscologia En Costarica


Enviado por   •  10 de Diciembre de 2013  •  6.120 Palabras (25 Páginas)  •  328 Visitas

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COSTA RICA

LINDA BERRÓN

Aunque nació en España, hace ya bastantes años que decidió establecerse en San José y se le ha considerado como escritora costarricense. Autora de La última seducción (1989) y todo va de cuentos (1990). Con su colección de relatos La cigarra autista, obtuvo en Madrid el premio internacional “Narrativa de Mujeres de Habla Hispana” de 1991.

EL ETERNO TRANSPARENTE

uando quiso introducir la llave en la cerradura, comprobó sorprendida que no entraba. Trató nuevamente, pero no pudo. Probó con las demás llaves y tampoco. Observó con detenimiento la cerradura, ¿la habrían cambiado?, parecía la misma de siempre, como la puerta, como la casa. También la llave plateada y redonda era la misma. ¿Habrían tachado la cerradura?

Tocó el timbre con larga insistencia, dos, tres veces. La muchacha abrió, impaciente y malencarada. Sin decir nada, dio media vuelta y se fue a la cocina.

Todo parecía estar en su lugar. Guardó la llave en la cartera.

En el jardín, los niños jugaban con el perro. La tarde estaba soleada. Alejó la incertidumbre de sí y se acercó a darles un beso. No le hicieron mucho caso.

Se sentó en la mecedora para disfrutar un rato de la frescura del corredor. Los helechos colgaban sin una gota de brisa.

Empezó a oscurecer lentamente. Al cabo llegó su marido. Protestaba por el calor, las presas del tráfico y la reunión que tenía a las ocho de la noche.

-¿Cómo entraste a la casa? -preguntó seria.

El la miró extrañado.

-¿Cómo voy a entrar?, como siempre. ¿Qué es esa pregunta tan rara?

-¿Abriste vos mismo la puerta? -insistió con la misma gravedad.

-Claro que no. La muchacha me abrió. Oíme, ¿qué te sucede? Pag.1

Aportación: Profr.Gabriel Hurtado Cen.

Xcanatún, Mérida.

-Yo no pude abrir la puerta. La llave no entraba en la cerradura.

-Seguro era otra llave.

-No, era la misma de siempre.

-¿Comemos ya? Tengo una reunión a las ocho -le dijo desde el comedor.

Deyanira, sin pensar más en el incidente, pero sin olvidarlo tampoco, continuó con la rutina vespertina.

Al día siguiente por la mañana, se levantó la primera como de costumbre. Supervisó que los niños estuvieran listos a las siete, hora en que pasaba el microbús a recogerlos.

Cuando terminó de arreglarse, se fue a poner los zapatos azules de tacón bajo y comprobó que le quedaban enormes. Se los calzó una y otra vez pero siempre se le salían al caminar. Se probó los negros, los marrones, los tenis. Todos le quedaban grandes.

Su marido se afeitaba concentrado en la imagen del espejo.

-¡Qué raro, todos los zapatos me quedan grandes de pronto! -le dijo con tono inseguro.

-¿Te estás haciendo pequeña? -preguntó divertido.

Deyanira regresó al dormitorio. Miraba perpleja los pares de zapatos que se había probado repetidas veces.

-Es increíble -decía en voz baja mientras rellenaba las puntas de los zapatos azules con algodón.

Desayunaron en silencio. Deyanira no se atrevía a hablar de algo que parecía tan absurdo y sin embargo tan inquietante.

Se despidieron con un beso y cada uno marchó a su trabajo.

Deyanira caminaba costosamente: trataba de aferrarse con los dedos contraídos a la suela bamboleante de los zapatos.

Al bajar del bus, el zapato derecho salió despedido y fue a parar al caño. El agua sucia empapó el algodón. Ahora cojeaba al arrastrar el zapato para que no se saliera.

Respiró aliviada cuando llegó al edificio de la empresa donde trabajaba. Al acercarse a su oficina, comprobó que estaba abierta.

Se extrañó porque sólo ella tenía llave.

Abrió la puerta y se encontró en su escritorio a una mujer desconocida que tecleaba la máquina de escribir.

-Disculpe -dijo.

-¿En qué le puedo servir? -respondió la mujer con excelentes modales.

Titubeó. Nunca se le había dado bien la defensa del territorio.

-Disculpe -repitió-, ¿quién es usted?

La mujer siguió sonriendo.

-Marta, para servirle.

-¿Y qué está haciendo aquí?

-Soy la secretaria personal de don Julián —respondió más seria.

-No es posible, la secretaria de don Julián soy yo, esta es mi oficina, hace casi seis años...

-¿De qué está usted hablando? ¿Es una broma? —preguntó airada poniéndose de pie.

Aquella mujer parecía hablar en serio. No le quedaba más remedio que explicar lo evidente.

-Mire, yo he sido la secretaria de don Julián desde hace seis años. No sé lo que usted pretende, no sé si es una broma de mal gusto, vea, este es mi escritorio, el florero, la fotografía de mis hijos...

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Aportación: Profr.Gabriel Hurtado Cen. Xcanatún, Mérida.

Y Deyanira enmudeció al ver la fotografía de un atractivo muchacho en el lugar donde habían estado sus dos hijos montados en un subibaja.

-Es Andrés, mi novio -añadió contundente la mujer.

-¡Pero no puede ser! ¡Vamos a preguntarle a Elvira, la señora de la soda, o a Sonia, la recepcionista, o a don Julián, a quien usted quiera!

-Mire, me parece que usted está loca. Yo trabajo aquí desde hace tres años y nunca la he visto en esta oficina. No sé como se sabe los nombres de Elvira y Sonia, pero todo esto me parece sospechoso. Por dicha ya llegó don Julián, lo voy a llamar.

Deyanira miró a la puerta de la oficina de don Julián. El lo explicaría todo. ¿O no? ¿Y si no lo hacía? Se sentó en una silla, los ojos fijos en aquella puerta. Era una niña esperando un examen, o al dentista.

Un hombre muy alto, don Julián Vallejo, se detuvo frente a ella, la mirada insolente y curiosa.

-Don Julián -murmuró Deyanira.

-Buenos días, señora -le dijo con distancia.

-Don Julián -continuó-, esta joven dice que es su secretaria...

-Efectivamente, Marta es mi secretaria.

-Pero don Julián, yo soy Deyanira, he sido su secretaria desde hace seis años. Empecé a trabajar con usted en el edificio viejo, antes de pasarnos...

Las facciones de don Julián se suavizaron un momento al contemplar la angustia de aquel rostro.

—Mire, señora, usted está equivocada. Seguro me confunde con otra persona. Yo no la conozco a usted ni ha trabajado nunca en esta empresa que yo recuerde. ¿Por qué no se va a su casa y descansa? ¿Por qué no va al médico?

Bajó la mirada. Tenía unas ganas infinitas de llorar.

—Hágame caso, señora, váyase y tranquilícese.

Don Julián le dio la espalda y se perdió en la luminosa oficina.

La secretaria la miraba

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