William Ospina
Enviado por pollopaula • 17 de Noviembre de 2014 • 3.875 Palabras (16 Páginas) • 311 Visitas
William Ospina ¨Hay preguntas ingenuas, preguntas tediosas, preguntas mal formuladas, preguntas planteadas con una inadecuada autocrítica. Pero toda pregunta es un clamor por entender el mundo
Carl Sagan , El mundo y sus demonios
En algún momento de su retiro en los bosques de Walden, Henry David Thoreau le contó a un campesino que Platón había definido en Atenas al hombre como “un bípedo sin plumas”, y que Diógenes, el cínico, para burlarse de aquella definición, había desplumado una gallina y la había soltado por la Academia gritando: “Aquí está el hombre de Platón”. El campesino, después de oír con atención el relato, en lugar de reír, dijo pensativo: “Tal vez ha debido añadir que las rodillas se doblan en sentido contrario”.
Siempre vuelve a mí esa historia cuando reflexiono sobre el saber, y pienso que tal vez está encerrado en ella mucho de lo que se puede decir sobre los sabios y sobre su conocimiento. Muy a menudo la gente común, que no tiene instrucción académica, ni títulos, hace observaciones más sensatas sobre la realidad que los sabios y los profesores. Pero es que nuestras ideas de la sabiduría y del conocimiento, y toda nuestra pedagogía, reposan sobre supuestos harto esquemáticos y formales. Se piensa que los seres humanos llegamos al saber exclusivamente por el camino de la educación académica, y que la educación consiste en apartarnos de todo lo que éramos originariamente para inscribirnos en una tradición establecida e ilustre; cambiarnos las falsas nociones por nociones verdaderas, brindarnos información sobre el universo, adiestrarnos, corregirnos. Antes del estudio, se piensa, sólo hay en nosotros error y torpeza. Lo que originalmente somos tiene mala fama. Recuerdo una historieta en la que una niña se queja de que la publicidad, cuando quiere decir que hasta una persona torpe puede manejar cierto instrumento, dice: “hasta un niño puede hacerlo”. Sin embargo muchos estudios modernos nos recuerdan que hay en los niños unos talentos y unas destrezas que ya se quisieran los adultos. He oído contar la historia del desciframiento de los glifos mayas, y del papel que jugó en esa labor de reconocimiento de una escritura la presencia de un niño. Un chico de diez años, hijo de una pareja de arqueólogos y lingüistas, los había acompañado a Tikal o a Palenque, y mientras el grupo de profesionales se reunía para intercambiar información y conjeturas, el niño jugaba entretenido entre las ruinas. En algún momento, cuando estaban en una discusión intensa sobre las estelas de piedra, el niño, que los oía, intervino y les dijo: “No, es que hay unos dibujos de aire, otros de tierra y otros de agua”. Los polemistas lo miraron con asombro. El niño entonces los llevó por los campos y les mostró las estelas en que el tema era el aire, aquellas en que el tema era la tierra y aquellas en que el tema era el agua”. Lo que los mayores, sabios y especialistas no habían podido ver, lo había visto ese niño que jugaba; con la extraordinaria capacidad de atención y de memoria de la infancia, había establecido un sistema de correspondencias que difícilmente los otros habrían alcanzado. Gracias a su curiosidad, a su capacidad de juego y a su memoria, fue la presencia de ese niño lo que abrevió ese proceso de desciframiento.
Nuestra cultura suele ver en los niños sólo proyectos. “Los niños son el futuro”, nos repiten continuamente, y con ello suelen olvidar que los niños también son algo presente, un presente apasionante, lleno de capacidad de aprendizaje y también de capacidad de enseñar. Al verlos como algo aún inacabado, se los convierte sólo en receptores de información, sujetos pasivos de la disciplina, cántaros vacíos que hay que llenar de datos, de cultura, y se los menosprecia como creadores, como investigadores, como realidades del presente, son meros recipientes del supuesto saber de los otros. El sistema educativo parece fundado sobre el principio de que sólo los adultos pueden saber y de que en ello reposa su autoridad. Cada vez se comienza más temprano el proceso de sacar a las personas de sí mismas y prodigarles altas dosis de educación. Se entiende que es urgente que reciban lecciones, que aprendan a leer, a repetir nociones, a consumir espectáculos. La invasora sociedad moderna quiere saturar de provisiones a los niños desde la cuna, y vive muy preocupada con los temas de la estimulación temprana y hasta de la temprana detección de talentos y de genios. Como los adultos le temen a la soledad y al vacío, como a veces se ven atenazados por el tedio, piensan tal vez que hay que salvar a los pequeños llenando permanentemente su tiempo y su atención, no permitiendo vacíos en su vida. A muchos niños los salva a veces la pobreza, que impide que sus padres los abrumen de objetos hasta el punto de hacerse incapaces de fijar su atención y su afecto en alguno de ellos. Una de las virtudes más maravillosas de la infancia es que en ella, como en la India, es imposible acceder a la idea de pobreza, porque los niños que tienen pocos recursos suelen descubrir el más asombroso de todos los juguetes: el Universo. Un cuerpo, un prado, un árbol, el vuelo de un pájaro, el tigre en su jaula, el camino riguroso de las hormigas, el viento que cierra y abre puertas, la sombra a los pies de cada cosa, el día minucioso, la noche de misterio y de abismo, de esos infinitos tesoros puede gozar aquel que nada tiene si no se lo impiden el autoritarismo y la torpeza. Hay adultos que no pueden ver a un niño jugando sin tener la sensación de que está perdiendo el tiempo. Y hasta se da el caso de padres que cuando ven a sus hijos leyendo, por ejemplo, les dicen: “usted que no está haciendo nada, vaya tráigame esto o aquello”. De todos modos la lógica de la sociedad industrial, que gracias a la televisión llega temprano hasta a los más pobres, es invariable: proveer, proveer, surtir bienes, información, espectáculos, generar la necesidad de un montón de cosas que se fingen indispensables y no son más que nimiedades. Hölderlin, un sabio al que la humanidad tendrá que volver cada vez con más frecuencia, escribió; “Dejemos al hombre tranquilo en su cuna. No tratemos de abrir los capullos herméticamente cerrados de su ser, no lo expulsemos demasiado pronto de la cabaña en que transcurre su infancia. No hagamos demasiado poco por él, a fin de que no prescinda de nosotros y nos distinga de sí mismo; no hagamos tampoco demasiado, a fin de que no advierta nuestro poder ni el suyo y así nos distinga también de sí mismo; que en su casa el hombre advierta lo más tarde posible que existen los hombres, y que hay otras cosas alrededor de él; pues sólo así llegará a ser un hombre”.
El más importante saber que puede alcanzar un ser humano tal vez sólo puede salir de sí
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