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Ben Hur


Enviado por   •  24 de Mayo de 2013  •  Tesis  •  1.527 Palabras (7 Páginas)  •  452 Visitas

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Lewis Wallace B e n -Hu r Un a h i s t o r i a d e l o s t i emp o s d e Cr i s t o

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Libro IV

Alva.— Si el monarca fuese injusto... Y, en esta ocasión...

Reina.— Entonces, yo debo esperar la justicia hasta que venga; y los

más felices son, con mucho, aquellos cuya conciencia les permite

aguardar tranquilamente su derecho.

Friedrich Schiller, Don Carlos (Acto IV, escena XV)

Capítulo I

En Antioquía

Llegamos ahora al mes de julio del año 29 del Señor, a Antioquía, la Reina de Oriente y,

después de Roma, la ciudad más fuerte, si no la más populosa del mundo.

Hay quien opina que los vicios y extravagancias de aquella época tuvieron su origen en

Roma y de allí se propagaron a todo el Imperio, y que las grandes ciudades no hacían otra

cosa sino reflejar los estilos de su dueña, la del Tíber. Debemos poner en duda el acierto de

semejante opinión. Los conquistadores reaccionaron influyendo en la moral del

conquistador. Roma encontró en Grecia una fuente de corrupción, y lo mismo en Egipto.

De modo que, cuando haya agotado el tema, el erudito cerrará los libros, seguro y

convencido de que el río desmoralizador corría desde Oriente hacia Occidente, y de que

esa ciudad, Antioquía, una de las más antiguas sedes del poder y el esplendor asirios, era

una de las fuentes principales del mortífero caudal.

Una galera de transporte entraba por la desembocadura del río Orontes, procedente de

las azules aguas del mar. Era por la mañana. Hacía mucho calor y, sin embargo, todos los

que podían concederse tal privilegio se encontraban en cubierta. Ben-Hur, entre otros.

Los cinco años transcurridos habían dejado al joven judío en plena virilidad. A pesar de

que la túnica de blanco lino con que se vestía disimulaba algo su figura, su presencia

poseía un atractivo inusitado. Hacía una hora o más que había ocupado un asiento a la

sombra de la vela, y durante aquel rato, varios pasajeros de su propia nacionalidad habían

intentado trabar conversación con él, pero había sido en vano. Ben-Hur había contestado a

sus preguntas brevemente, si bien con grave cortesía, y en lengua latina. La pureza de su

dicción, sus cultivados modales, su reserva, todo servía para estimular todavía más la

curiosidad. A los que le observaban de cerca les llamaba la atención cierta incongruencia

entre su porte, que tenía la soltura y la gracia del de un patricio, y ciertos detalles de su

persona. Así, sus brazos eran desproporcionadamente largos, y cuando se cogía a algún

sitio para protegerse de los movimientos del barco, se hacía notar el tamaño de sus manos

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y la fuerza innegable que se adivinaba en ellas, de modo que a la curiosidad por saber qué

y quién era, se mezclaba continuamente el deseo de conocer los pormenores de su vida. En

resumen, no se puede describir mejor su aspecto que con la siguiente frase: este hombre

tiene una historia que contar.

Durante el viaje, la galera se había parado en uno de los puertos de Chipre, donde

habían recogido a un hebreo de aspecto muy venerable, callado, reservado, paternal. Ben-

Hur se aventuró a dirigirle algunas preguntas. Las respuestas ganaron su confianza, y el

intento terminó en una animada conversación.

Quiso la casualidad que cuando la galera, procedente de Chipre, penetraba en la bahía

del Orontes, otros dos barcos a los cuales habían avistado en el mar entraran en el río al

mismo tiempo; al pasar, los dos enarbolaron unas banderolas del amarillo más brillante.

Se hicieron muchas conjeturas acerca del significado de aquellas señales. Por fin, un

pasajero se dirigió al respetable hebreo solicitando información sobre aquel particular.

—Sí, conozco el significado de las banderas —contestó éste—. No indican ninguna

nacionalidad. Declaran meramente a quién pertenece el navío.

—¿Posee otros muchos su propietario?

—En efecto.

—¿Le conoces?

—He tratado con él.

Los pasajeros miraban al hebreo como pidiéndole que continuara. Ben-Hur escuchaba

con interés.

—Vive en Antioquía —prosiguió el hebreo, con su sosiego característico—. Las

inmensas riquezas que posee le han hecho popular, y no siempre se habla de él con afecto.

Había antes en Jerusalén un príncipe perteneciente a una familia muy antigua llamado

Hur.

Judá hizo un esfuerzo para conservar la compostura, pero su corazón latía

aceleradamente.

—El tal príncipe era mercader, y poseía un genio especial para los negocios. Montó

muchas empresas. Unas con ramificaciones hacia el lejano Oriente, otras ramificándose

hacia el oeste. Tenía sucursales en las grandes ciudades. Cuidaba de la de Antioquía un

hombre llamado Simónides, que al decir de algunos, había sido un

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