Genova
Enviado por pishula • 17 de Agosto de 2014 • 5.706 Palabras (23 Páginas) • 315 Visitas
MAÑANA veremos Genova. ¡Mañana llegaremos al mar!
Las palabras saltaron de niño a niño, y el ejército aceleró la marcha. Nicolás, tan impaciente como
cualquier otro, marchaba al frente. Como de costumbre vestía su blanca indumentaria, pero se ceñía con
un cinturón recamado del que colgaba una magnífica daga metida en una funda con incrustaciones de
plata. Era el cinturón de Carolus. Dolf creía que todas las pertenencias de Carolus habían sido enterradas
con él; pero, al parecer, Nicolás no había podido resistir la tentación de reclamar para sí aquella presa.
Dolf consideraba tal comportamiento bastante infantil, pero no le preocupó. Por impresionante que fuera
su apariencia, Nicolás nunca sería un verdadero jefe. Aunque le llovieran joyas y oro, jamás sería otra
cosa que una marioneta de Dom Anselmus, incapaz de pensar por sí mismo y carente de verdadera
dignidad.
Sin embargo, Dolf ignoraba que en la Edad Media la apariencia externa era muy importante, y que él
mismo había perdido ascendiente entre los chicos por permitir que Nicolás luciera las insignias de la
realeza.
- ¡Genova! ¡Mañana estaremos en Genova!
La atmósfera estaba electrizada. Todos creían que podrían ver Jerusalén desde la playa de Genova.
Casi habían llegado. Sólo tenían que aguardar a que se dividieran las aguas del mar y, gritando de
alegría, irrumpirían en la Ciudad Santa. ¡Cómo correrían los sarracenos! El pequeño Simón no dejaba de
hablar. Se sentía tan fuerte como un oso y capaz de enfrentarse él solo a diez paganos.
De repente, el ejército de los niños se detuvo. Habían llegado al primer puesto de los centinelas de
la ciudad. Estaban frente a una amenazadora torre de piedra en la que vigilaban unos arqueros. El camino
se hallaba cerrado por una barrera, tras la cual aguardaban caballeros y piqueros. Genova se alzaba junto
al mar abierto, pero las montañas del interior estaban repletas de ladrones y salteadores. Genova era la
ciudad mejor fortificada del Mediterráneo. Resultaba imposible aproximarse a sus puertas sin ser
advertido. Ignorantes de que la vanguardia había sido detenida, los impacientes chicos que venían detrás
empujaban con todas sus fuerzas. A Leonardo le costó mucho trabajo dominarlos.
Con Dolf se abrió paso hacia adelante, donde Dom Anselmus y Nicolás parlamentaban con los
cabos. A Dolf le sorprendió advertir que Anselmus hablaba muy bien el toscano. A lo largo del viaje,
Leonardo le había dado lecciones de italiano, pero su conocimiento no le bastaba para seguir la
conversación. Leonardo le tradujo la conversación.
- La ciudad ya estaba enterada de que llegábamos. El duque no permitirá que los chicos franqueen
las murallas, pero les dejará llegar al mar por un camino diferente. Así alcanzaremos la playa que hay al
sur de Genova.
A los chicos les encantaron estas noticias, porque lo único que querían era llegar al mar. Pero Dom
Anselmus estaba irritado y lo demostró.
- Genova se acordará de esto… -dijo, y añadió mucho más.
Los amenazó con la ira del cielo y chalaneó como un viajante que trata de vender algo que nadie
quiere. Pero los soldados se mostraron inflexibles. Nadie pondría trabas en el camino de los chicos hasta
el mar; pero éstos no pasarían por la ciudad. Genova no los quería.
Dom Augustus, que también se había adelantado, seguía comportándose de una forma extraña.
Sollozando, abrazó al cabo.
- Dios te premiará por esto, buen hombre. Rezaré todos los días por tu alma.
En respuesta a estas palabras, Anselmus le dio un puñetazo en las costillas, pero Augustus no
pareció darse cuenta.- No necesitamos ir a la ciudad -exclamó, volviéndose hacia los chicos-. Iremos a la playa y
seremos felices.
A Dolf le sorprendieron semejantes manifestaciones de alegría, y otro tanto le sucedió a Nicolás.
Las negociaciones concluyeron sin que se apartara la fila de soldados, y todos comprendieron que
había que dar un rodeo. Algunos caballeros se encargaron de acompañarlos para mostrarles el camino.
Era poco después de mediodía, y el sol apretaba. Remontaron la colina y abajo vieron… ¡el mar! A lo
lejos, a su derecha, en un amplio valle, se extendía Genova, resplandeciente al sol. Desde aquella altura,
la ciudad parecía una joya que un gigante había arrancado de la roca y dejado deslizar entre sus dedos.
Como facetas de un diamante, relucían infinitas torres. Y entre ellas se extendía un mar de tejados. Sobre
casas y torres destacaba la cúpula de la catedral, aún medio oculta por los andamios.
Rodeado de miles de chicos, Dolf contempló esta poderosa fortaleza, el puerto más rico y mejor
defendido de la Europa de 1212. Era una ciudad de contradicciones: magníficas iglesias y puercas
posadas, palacios y tugurios, almacenes y vertederos. Por otro lado se trataba de una ciudad de enigmas,
intrigas y muertes misteriosas, que al mismo tiempo albergaba tesoros artísticos de todo el mundo. Una
ciudad espléndida y rica con todas las lacras de la pobreza.
Más allá de la población se extendía el mar. Un mar que parecía no tener límites. Era el
Mediterráneo, que en el siglo de Dolf constituía una atracción irresistible para los veraneantes del norte.
Pero en esta época representaba un verdadero peligro.
Los chicos se habían quedado callados. Apenas prestaban atención a la imponente ciudad del valle.
Sus ojos buscaban el mar, aquel azul, bellísimo e inacabable mar. Eran pocos los que habían visto el
mar. La mayoría no sabía de antemano con qué se iba a topar. Se sentían abrumados por aquella realidad.
Contemplaron con la boca abierta la inmensa masa de agua. Poco después llegarían a la playa, Nicolás
extendería sus brazos y las aguas se dividirían ante ellos. Pero ahora que lo tenían delante de sus ojos y
podían ver que parecía extenderse hasta el fin del mundo empezaron a experimentar un vago sentimiento
de duda. ¿Cómo podría dividirse tanta agua?
Muchos de los pequeños creían que la ciudad que había a sus pies era Jerusalén. Habían caminado
tanto que no podían admitir que el mundo fuese aún más grande. Dieron gritos de alegría y empujaron a
los que iban delante, deseosos de bajar a contemplar cómo huían los sarracenos. Los mayores lograron
dominarlos, aunque también a ellos les mordía la impaciencia. Querían ver el milagro
...