Humanidad De Jesus Y Su Relacion Con Dios
Enviado por alvarillo • 28 de Agosto de 2013 • 4.993 Palabras (20 Páginas) • 460 Visitas
Karl Rahner,
Escritos de Teología
III
ETERNA SIGNIFICACIÓN DE LA HUMANIDAD DE JESÚS PARA NUESTRA RELACIÓN CON DIOS
I
Cuando en teología meditamos sobre el culto al Corazón de Jesús, intentamos decir qué significa el corazón en general y qué significa en especial el corazón del Señor, y después hablamos de cómo este Corazón es el hontanar originario de todas las acciones salvadoras del Señor; hasta puede ser que nos preguntemos por qué este Corazón merece un culto especial de adoración dentro de la totalidad personal de Cristo y qué puede significar ese culto para nosotros. Pero creo que después pasamos por alto una cuestión difícil no sólo de responder, sino de for¬mular y aclarar; la cuestión es la siguiente: ¿alcanza nuestro culto, en su verdadera realización, a eso que llamamos Corazón del Señor? Para entender qué significa esta pregunta hay que empezar un poco más lejos.
El hombre tiene que habérselas con muchas cosas y personas, y tiene que habérselas con ellas de los más distintos modos. Tiene experiencias de la casa y del país en que habita, tiene vivencias de las personas con quienes trata. También tiene que habérselas con Dios. Se puede decir que todo lo tratado se divide, al fin, en dos grupos; tenemos dos nombres para ellos: mundo y Dios. En el mundo, en cuanto entorno nuestro, se reúne todo lo que se nos presenta inmediatamente por sí y en sí, todo lo que por su propio ser entra en el ámbito de nuestra experiencia. Dios, en cambio, es el que está más allá; es, precisamente, el conocido como leja¬no; el dado en su no ser dado; el presente en su incomprensibilidad y silencio. Es cierto que ha hablado a los cristianos en su revelación y que se nos ha hecho visible aquí abajo, en la carne tangible de su Hijo; pero todos estos signos siguen siendo la invitación a que, mediante lo visible, seamos arrebatados hacia el amor de lo invisible (ut per visibilia ad invisibilium amorem raPiamur). Es cierto que santifica y redime al mundo mismo, pero lo redime forzándolo, y a nosotros nos concede dinamismo (llamado amor sobrenaturalmente creyente) para arrojamos a la tiniebla de su luz adorando.
Y ahora planteemos ya la primera cuestión: ¿a qué término de la divi¬sión de las cosas, con que tenemos que habémoslas, pertenecen los ánge¬les y los santos, la humanidad glorificada de Cristo y su Corazón? Objetivamente pertenecen al mundo, ya que por mundo entendemos el conjunto de lo creado y porque algo sabemos de ellos por la fe, la expe¬riencia o de otros modos. Pero «saber algo de una cosa» es distinto de «tener que habérselas realmente con ella», «poseer una relación real con ella»; suponer teóricamente la existencia de una cosa y tratar con ella exis¬tencialmente, es decir, entregarse a ella, amorosamente, son dos cosas dis¬tintas, Desde el punto de vista del trato real y amoroso, las personas a quienes se refiere la cuestión pertenecen más bien a Dios. Para nuestra experiencia están donde Dios está, las encontramos en nuestra conducta religiosa, y no de otro modo. Desde el punto de vista de la experiencia no pertenecen, pues, al mundo en tomo que nos determina, sino a Dios, por¬que si no pertenecieran a Dios no habría ningún lugar para ellas.
Pero aquí empieza la dificultad y la segunda cuestión: ¿pueden perte¬necer a Dios? No es que preguntemos si existen, sino si las encontramos al buscarlas en la dirección en que nos movemos religiosamente hacia Dios. Tampoco nos referimos al sentido objetivo de la cuestión ni pre¬guntamos si ellas saben algo de nosotros y de los actos que tienden hacia ellas, de las oraciones, etc. Supongamos todo esto como evidente. Preguntamos, más bien, si nosotros las alcanzamos con nuestros actos, si, además de saber algo de ellas teóricamente, podemos hacerlas reales para nosotros, en su existencia, tratando con ellas. ¿O resulta que, cuando las buscamos en el allende en que está y tiene que estar Dios para poder ser Dios, se hacen como nebulosas y se convierten como en sonido y nom¬bre, y se disuelven -sólo desde nuestro punto de vista, naturalmente- en la tiniebla omnidevoradora, sin nombre y sin salida, que llamamos Dios?
No se nos diga que la cuestión es una pura sutileza artificiosamente exagerada; no se nos diga que sabemos que existen esas personas y rea¬lidades, que podemos referimos intencionalmente a ellas y que eso tiene un sentido y un provecho; que existe el puro hecho, que no sólo podemos hacerlo, sino que lo hacemos, y que contra los hechos no valen argu-mentos... Pero la cuestión es precisamente si hacemos realmente lo que creemos hacer; ¿lo hacemos de veras o los nombres de los ángeles, de los santos y de la humanidad de Cristo no son -para nosotros- más que etiquetas distintas que conjuran siempre la misma realidad: Dios?
¡No planteemos la cuestión teórica e intemporalmente, sino para nosotros, hombres de hoy!; así planteada no es tan fácil contestada. El hombre de épocas pasadas tal vez haya tenido una capacidad concreta y firme para hacerse reales personas y poderes numinosos independientes de Dios; tanto, que estaba continuamente en peligro de caer teórica o, al menos, prácticamente, en el politeísmo. Pero nosotros... ¿no nos ocurri¬rá justamente lo contrario? Lo que en este sentido mantenemos gracias a la doctrina objetiva de la fe, ¿no son meros nombres que significan siem¬pre lo mismo: Dios, uno y único, siempre más allá de nuestra experien¬cia sensible del mundo, y que es como el resto de la atrofia de las reali¬dades numinosas? No confiemos demasiado deprisa en las apariencias ni en los usos tradicionales de nuestra piedad. Hagámonos unas cuantas preguntas: ¿quién de nosotros, al rezar el Confiteor, ha confesado de veras sus pecados al arcángel san Miguel, logrando que esa confesión no sea una mera amplificación retórica de su confesión a Dios? En realidad de verdad, ¿no hemos perdido también a nuestros propios difuntos? Tal vez recemos por ellos, porque así es costumbre y porque, si no rezára¬mos, tendríamos remordimientos. Pero por lo demás, confesémoslo hon¬radamente, se nos han hecho inexistentes. Pero esto no sería posible ontológica y existencialmente si tuviéramos con lo santo la relación que creemos tener; porque esta relación se apoya fundamentalmente en la relación general con los hombres que se han convertido en ultramunda¬nos o ultraempíricos. Abramos uno de los manuales teológicos al uso sobre los novísimos, sobre la eterna bienaventuranza: ¿cuánto se habla en él del Señor encarnado? ¿No está todo devorado por la visión beatí¬fica, que es la inmediata relación con la nuda esencia de Dios? Es cierto que esta relación está condicionada históricamente por un suceso pasa¬do,
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