Gabriel Marquez
Enviado por axel2000 • 7 de Abril de 2014 • 2.475 Palabras (10 Páginas) • 255 Visitas
– Suba siquiera hasta trescientos –dijo. –Doscientos cincuenta.
Al final se pusieron de acuerdo por doscientos veinte pesos en efectivo y
algunas cosas de comer. La abuela le indicó entonces a Eréndira que se fuera
con el viudo, y éste la condujo de la mano hacia la trastienda, como si la llevara
para la escuela.
– Aquí te espero –dijo la abuela.
– Sí, abuela –dijo Eréndira.
La trastienda era una especie de cobertizo con cuatro pilares de ladrillos, un
techo de palmas podridas, y una barda de adobe de un metro de altura por
donde se metían en la casa los disturbios de la intemperie. Puestas en el borde
de adobes había macetas de cactos y otras plantas de aridez. Colgada entre dos
pilares, agitándose como la vela suelta de un balandro al garete, había una
hamaca sin color. Por encima del silbido de la tormenta y los ramalazos del agua
se oían gritos lejanos, aullidos de animales remotos, voces de naufragio.
Cuando Eréndira y el viudo entraron en el cobertizo tuvieron que sostenerse
para que no los tumbara un golpe de lluvia que los dejó ensopados. Sus voces
no se oían y sus movimientos se habían vuelto distintos por el fragor de la
borrasca. A la primera tentativa del viudo Eréndira gritó algo inaudible y trató de
escapar. El viudo le contestó sin voz, le torció el brazo por la muñeca y la
arrastró hacia la hamaca. Ella le resistió con un arañazo en la cara y volvió a
gritar en silencio, y él le respondió con una bofetada solemne que la levantó del
suelo y la hizo flotar un instante en el aire con el largo cabello de medusa
ondulando en el vacío, la abrazó por la cintura antes de que volviera a pisar la
tierra, la derribó dentro de la hamaca con un golpe brutal, y la inmovilizó con las
rodillas. Eréndira sucumbió entonces al terror, perdió el sentido, y se quedó
como fascinada con las franjas de luna de un pescado que pasó navegando en
el aire de la tormenta, mientras el viudo la desnudaba desgarrándole la ropa con
zarpazos espaciados, como arrancando hierba, desbaratándosela en largas tiras
de colores que ondulaban como serpentinas y se iban con el viento.
Cuando no hubo en el pueblo ningún otro hombre que pudiera pagar algo por el
amor de Eréndira, la abuela se la llevó en un camión de carga hacia los rumbos
del contrabando. Hicieron el viaje en la plataforma descubierta, entre bultos de
arroz y latas de manteca, y los saldos del incendio: la cabecera de la cama
virreinal, un ángel de guerra, el trono chamuscado, y otros chécheres
inservibles. En un baúl con dos cruces pintadas a brocha gorda se llevaron los
huesos de los Amadises.
La abuela se protegía del sol eterno con un paraguas descosido y respiraba mal
por la tortura del sudor y el polvo, pero aún en aquel estado de infortunio
conservaba el dominio de su dignidad. Detrás de la pila de latas y sacos de
arroz, Eréndira pagó el viaje y el transporte de los muebles haciendo amores de
a veinte pesos con el carguero del camión. Al principio su sistema de defensa
fue el mismo con que se había opuesto a la agresión del viudo. Pero el método
del carguero fue distinto, lento y sabio, y terminó por amansarla con la ternura.
De modo que cuando llegaron al primer pueblo, al cabo de una jornada mortal,
Eréndira y el carguero se reposaban del buen amor detrás del parapeto de la
carga. El conductor del camión le gritó a la abuela:
– De aquí en adelante ya todo es mundo.
La abuela observó con incredulidad las calles miserables y solitarias de un
pueblo un poco más grande, pero tan triste como el que habían abandonado.
– No se nota –dijo.
– Es territorio de misiones –dijo el conductor.
– A mí no me interesa la caridad sino el contrabando –dijo la abuela.
Pendiente del diálogo detrás de la carga, Eréndira hurgaba con el dedo un saco
de arroz. De pronto encontró un hilo, tiró de él, y sacó un largo collar de perlas
legítimas. Lo contempló asustada, teniéndolo entre los dedos como una culebra
muerta, mientras el conductor le replicaba a la abuela:
– No sueñe despierta, señora. Los contrabandistas no existen.
– ¡Cómo no –dijo la abuela–, dígamelo a mí!
– Búsquelos y verá –se burló el conductor de buen humor–. Todo el mundo
habla de ellos, pero nadie los ve.
El carguero se dio cuenta de que Eréndira había sacado el collar, se apresuró a
quitárselo y lo metió otra vez en el saco de arroz. La abuela, que había decidido
quedarse a pesar de la pobreza del pueblo, llamó entonces a la nieta para que la
ayudara a bajar del camión. Eréndira se despidió del cargador con un beso
apresurado pero espontáneo y cierto.
La abuela esperó sentada en el trono, en medio de la calle, hasta que acabaron
de bajar la carga. Lo último fue el baúl con los restos de los Amadises.
– Esto pesa como un muerto –rió el conductor. –Son dos –dijo la abuela–. Así
que trátelos con el debido respeto.
– Apuesto que son estatuas de marfil –rió el conductor.
Puso el baúl con los huesos de cualquier modo entre los muebles chamuscados,
y extendió la mano abierta frente a la abuela.
– Cincuenta pesos –dijo.
La abuela señaló al carguero.
– Ya su esclavo se pagó por la derecha.
El conductor miró sorprendido al ayudante, y éste le hizo una señal afirmativa.
Volvió a la cabina del camión, donde viajaba una mujer enlutada con un niño de
brazos que lloraba de calor. El carguero, muy seguro de sí mismo, le dijo
entonces a la abuela:
– Eréndira se va conmigo, si usted no ordena otra cosa. Es con buenas
intenciones.
La niña intervino asustada. – ¡Yo no he dicho nada!
– Lo digo yo que fui el de la idea –dijo el carguero.
La abuela lo examinó de cuerpo entero, sin disminuirlo, sino tratando de calcular
el verdadero tamaño de sus agallas.
– Por mí no hay inconveniente –le dijo– si me pagas lo que perdí por su
descuido. Son ochocientos setenta y dos mil trescientos quince pesos, menos
cuatrocientos veinte que ya me ha pagado, o sea ochocientos setenta y un mil
ochocientos noventa y cinco.
El camión arrancó.
– Créame que le daría ese montón de plata si lo tuviera –dijo con seriedad el
...