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A Bordo Del Beagle


Enviado por   •  20 de Mayo de 2012  •  7.743 Palabras (31 Páginas)  •  528 Visitas

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79A BORDO DEL “BEAGLE” (Primera parte)

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A BORDO DEL “BEAGLE” (Primera parte)

“27 de diciembre del año 1831. Zarpamos del puerto de Davenport a bordo del “Beagle”.

Con estas escuetas palabras escritas en su diario Charles Darwin anunciaba la salida de un viaje que duraría casi cinco años, de la citada fecha de salida hasta su regreso al puerto de Falmouth, también en Inglaterra, el 2 de octubre de 1836.

El “Beagle” era un pequeño bergantín de 242 toneladas, armado con 10 cañones y de tan sólo 25 metros de eslora, espacio justo para los 74 hombres que componían su tripulación. El barco había sido preparado por el Almirantazgo inglés para un viaje científico alrededor del mundo. Partirían de Inglaterra cruzando el Océano Atlántico hasta América del Sur, para bajar costeando por Brasil y Argentina hasta dar la vuelta al Cabo de Hornos subiendo después por la costa de Chile. Después, cruzarían el Océano Pacífico hasta Nueva Zelanda y Australia y el Océano Índico hasta tocar tierra en el Cabo de Buena Esperanza, en el continente africano. La última etapa del viaje sería partir desde África para volver a América haciendo escala de nuevo en la costa de Brasil, para regresar a Inglaterra con escalas en las islas de Cabo Verde y las Azores, culminando así la vuelta al mundo y el largo viaje de 57 meses de duración.

El capitán del “Beagle” era Robert FitzRoy, un hombre joven de ascendencia aristocrática, de temperamento arrogante y autoritario, pero justo en sus juicios y con fama de buen marinero. Su misión al mando del “Beagle” en el largo viaje previsto era continuar los trabajos de cartografía ya iniciados en las costas de América del Sur, así como levantar planos de diferentes costas para aportar una mayor precisión a las cartas de navegación existentes. La tripulación del bergantín estaba formada por el capitán, oficiales y suboficiales, un contramaestre, 2 pilotos, un carpintero, un escribiente, un topógrafo, un médico, un pintor, un matemático, un misionero, 8 soldados de marina, 34 marineros, 6 grumetes, 3 pasajeros... y Charles Darwin en calidad de naturalista. Los pasajeros podían considerarse especiales ya que eran una mujer y dos hombres nativos de Tierra del Fuego, el helado territorio del Cabo de Hornos al que ahora volvían. El capitán FitzRoy los había llevado a Inglaterra en su anterior viaje y allí habían vivido durante un año, siendo apadrinados por el rey Guillermo IV y la reina Adelaida como exóticos habitantes de lejanas tierras. Ahora, vistiendo sus ropajes europeos, hablando un rudimentario inglés y llevando consigo un abultado equipaje, volvían a sus hogares situados al otro lado del mundo.

Charles Darwin era un joven de veintidós años que no era un estudiante excesivamente aplicado pero que poseía un gran interés por la historia natural. De niño y adolescente era feliz fuera de las aulas y, sobre todo, en el campo observando, estudiando y coleccionando con pasión plantas, flores, minerales e insectos y en la playa observando el vuelo de gaviotas y cormoranes. En sus continuos paseos siempre llevaba cajas y tarros en los que meter arañas, hormigas, escarabajos, mariposas, conchas, esquejes de plantas y todo aquello que pudiera interesarle. Lo importante era no ir al colegio para huir de la asignatura que le martirizaba: las matemáticas. Hacía todos los esfuerzos posibles por comprenderlas pero le abrumaban hasta tal punto que escribió a un amigo: “imagino que estás a dos brazas de profundidad en lo que a matemáticas se refiere. Dios te ampare, yo me siento igual, con la diferencia de que estoy firmemente atado al lodo del fondo y ahí me quedaré”. Sin embargo le apasionaban la Botánica, la Biología y la Geología. Y como experto en Ciencias Naturales embarcó en el “Beagle” a pesar de su juventud, ya que solamente tenía 22 años.

Aunque le advirtieron de que debería llevar el menor equipaje posible, dado que tendría que compartir con el capitán su pequeño camarote, Darwin añadió a su ropa y artículos de aseo, sus zapatos ligeros para las excursiones, sus libros para estudiar español, un microscopio, prismáticos, martillos geológicos, lupas, frascos con alcohol para conservar organismos, recipientes con tierra abonada para plantas, una brújula, papel, plumas y tinta abundante, dos pistolas (a partir de que el capitán FitzRoy le recomendara no desembarcar nunca sin llevarlas cargadas)... y sus libros. Darwin se había formado con la lectura de libros como Philosophy of Zoology de Flemming, Travels de Burchell, Travels in South America de Caldcleugh y las teorías de Buffon sobre el cambio evolutivo; y sobre todo con Personal Narrative del naturalista Humboldt, obra que consideraba su libro de cabecera. El problema era que no podía cargar con toda su biblioteca en el barco con lo cual la selección quedaría reducida al citado libro de Humboldt, una cuidada edición de El Paraíso Perdido, el gran poema barroco de Milton, el primer volumen de Principles of Geology de Lyell y la Biblia. No hay que olvidar que Darwin, en esa época, era profundamente religioso y barajaba la posibilidad de hacerse clérigo, y que influenciado por ese pensamiento esperaba encontrar en ese viaje la oportunidad de demostrar las que consideraba grandes verdades de la Biblia, sobre todo del Génesis. Como naturalista esperaba encontrar pruebas del Diluvio Universal y de la aparición de todas las cosas creadas sobre la Tierra. En lugar de eso, afortunadamente para la Ciencia, el viaje se convertiría en el embrión de su obra El Origen de las Especies, obra que provocaría que su autor fuera admirado por los progresistas y odiado por los involucionistas desde entonces hasta hoy.

Al fin, después de retrasos y contratiempos que fueron posponiendo la salida, a las dos de la tarde del 27 de diciembre el “Beagle” se hizo a la mar... comenzando para Darwin un martirio no imaginado: el mareo. No podía sostenerse en pie y solamente las uvas eran capaces de permanecer en su estómago el tiempo suficiente como para alimentarlo. El resto de comida que ingería era como si la hubiera arrojado directamente por la borda. Apenas si tenía fuerzas para subir a cubierta, aunque hizo un esfuerzo para ver las costas de las islas de Madeira y Tenerife, aliviado al menos por la fría brisa. La estancia de 23 días en las islas de Cabo Verde, para que el capitán y el topógrafo fijaran con exactitud su posición sobre las cartas marinas, repusieron sus perdidas fuerzas. Así que aquella mañana, asomado a la borda y mientras contemplaba cómo el capitán y el topógrafo, a bordo de un bote de remos, se adentraban en un río que desembocaba cerca de la ensenada donde estaba anclado el “Beagle”, se sobresaltó al oír que alguien

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