COMPLEJIDAD DE LA ETICA
Enviado por julianavic • 27 de Agosto de 2013 • 12.820 Palabras (52 Páginas) • 339 Visitas
Luis M. Sáenz
La complejidad de la ética
Reseña publicada en Iniciativa Socialista 76, verano 2005
La méthode 6: Éthique, Edgar Morin, Seuil, Paris, 2004
Edgar Morin completa El Método con la aparición de su sexto volumen: Éthique. En cierta forma, el más importante, aunque impensable sin los cinco volúmenes anteriores (editados en España por Cátedra) y sin otras de sus obras esenciales, como Terre-Patrie. No puede decirse que sorprenda a quienes hayan seguido la obra de Morin, pues en gran medida ya podían haberse hecho una idea bastante clara de la concepción ética de Morin... y, sin embargo, representa algo nuevo y necesario expresado con gran sencillez. De hecho, me parece uno de los libros más importantes para este comienzo de siglo. Más que reseñarle, pretendo reflexionar en torno a él, invitando a que otras y otros también lo hagan y lleguen a sus propias conclusiones.
Morin no es un “moralista”, un predicador de normas y de “buenas costumbres”. No nos presenta una lista de cosas que deben hacerse y otra de cosas prohibidas. El seguimiento de morales normativas puede llegar a resultar humanamente muy doloroso y destructivo en ciertas circunstancias, pero intelectualmente y éticamente resulta una “vía fácil”, en la que desaparece el cuestionamiento de lo que hacemos y la perplejidad ante lo real. En Morin, la ética “No es una norma arrogante ni un evangelio melodioso. Es el hacer frente a la dificultad de pensar y de vivir” [p. 224].
Poco antes, encuentro un párrafo que, en gran medida, concentra gran parte de lo que en este libro se dice: “La ética es compleja porque es de naturaleza dialógica y debe afrontar con frecuencia la ambigüedad y la contradicción. Es compleja porque está expuesta a la incertidumbre del resultado y comporta opción y estrategia. Es compleja porque carece de fundamento aunque sí sea posible reencontrar sus fuentes. Es compleja porque no impone una visión maniquea del mundo y renuncia a la venganza punitiva” [p. 223].
Querría llamar la atención, en primer lugar, sobre la introducción de la estrategia en el corazón mismo de la ética. Sin estrategia, no hay auto-ética. Dicho así, fuera del contexto general, podría pensarse que se está hablando de una ética meramente utilitarista, o de una subordinación de los medios a los fines. Nada más alejado del pensamiento de Morin. La estrategia resulta imprescindible tanto a la hora de la toma de decisiones como para el control sobre las consecuencias de nuestros actos. Una ética sin estrategia se reduciría a un brutal “hágase (mi) justicia y húndase el mundo a mi alrededor”.
Si la ética toma cuerpo a través de estrategias y opciones, se debe, en primer lugar, a la necesidad de afrontar la contradicción, una contradicción que no es dialéctica, sino dialógica. Eso quiere decir que estamos hablando de contradicciones que no se superan y suprimen en una unidad superior, de antagonismos complementarios que se mantienen y dan lugar a la complejidad de lo real. En este caso, a la complejidad ética. Enfrentados, por ejemplo, a un abanico de posibilidades de las que podamos decir que “todas son malas”, nos encontramos, por un lado, ante la necesidad de elegir, y, por otro lado, a la de hacerlo a través de una estrategia permanentemente en cuestión que trate de “minimizar” los daños de la opción tomada y que no renuncie a la duda sobre ella, que mantenga una actitud vigilante hacia sus efectos y consecuencias para tratar de paliarlos, o incluso para revisar y cambiar la decisión tomada -que puede haber dejado de ser la “menos mala”-, sin renunciar en ningún caso a fomentar la emergencia de nuevas posibilidades más positivas que las presentes o darnos cuenta, simplemente, de que habíamos tomado decisiones equivocadas.
He reflexionado sobre algunos ejemplos, un tanto extremos quizá, pero que pueden servir para tocar tierra y que, en todo caso, reflejan también la lógica de situaciones mucho menos dramáticas a las que hacemos frente todos los días.
Un grupo terrorista ha secuestrado un avión con 400 pasajeros, y se sabe, con certeza o con una probabilidad muy alta, que pretenden estrellarlo en un lugar que provocará -o podría provocar- una catástrofe de grandes dimensiones, causando la muerte de decenas de miles de personas. ¿Debe el gobierno de turno dar la orden de derribar el avión, con todos sus pasajeros?
Sin duda, la primera componente estratégica de esta decisión -”política”, pero con una dimensión ética evidente- es hacer todo lo posible para que el dilema no se plantee en los términos “tirar el avión, matando a todos sus pasajeros / permitir que siga su curso, asumiendo que una enorme catástrofe es altamente probable”. Puede usarse la diplomacia, la negociación, las concesiones, la búsqueda de formas de intercepción, la adopción de medidas para que la catástrofe no sea tal... Eso, es sin duda, lo primero, la estrategia prioritaria, y ya en sí misma portadora de conflicto, ya que se plantearán preguntas como “¿qué concesiones pueden hacerse?”. Pero, en todo caso, si fracasa y si el dilema se presenta en tales términos, optar por “malas vías” será inevitable y tendrá que hacerse sin plena seguridad de estar “eligiendo bien”, o con la convicción de que se haga (o no haga) lo que se haga se hará una mala elección.
Una respuesta ética posible sería decirse “si tiró el avión, yo soy el responsable de la muerte de quienes van en él, no podría luego mirar a la cara a sus familias, mientras que de la catástrofe los culpables serían otros, los terroristas, no sería mi responsabilidad”, y deducir de ahí que no hay que tirar el avión. En ese razonamiento hay una gran parte de verdad, pero no está nada clara la conclusión ni la ausencia de responsabilidad en el segundo de los casos. No tengo ni idea de lo que pensaría Morin al respecto, pero tengo la impresión de que esa forma de abordar el problema no sería precisamente “moriniana”, es decir, no encaja en la interpretación que yo hago de la “propuesta” ética de Edgar Morin.
Yo creo que el gobernante citado sí es responsable de la decisión de derribar o no derribar el avión. Podría decir que es “responsable”, pero no “culpable”, aunque no creo que esto solucione nada salvo para quien tranquilice su conciencia con una etiqueta. El dilema sigue planteado. Y es un dilema terrible, porque implica, en cierta forma, lo que Valente, en uno de sus poemas, describía como la obscenidad de elegir a los muertos. Pero está ahí. Quiero aclarar que no sé qué haría yo en tales casos, quizá mi cobardía ética, además de mi incompetencia, sea una de las razones por las que me aterra la simple idea de ocupar un cargo
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