Césares
Enviado por karyort • 10 de Noviembre de 2014 • Informe • 1.020 Palabras (5 Páginas) • 210 Visitas
alzaba el palacio de los Césares, construido por Cayo Octavio. El palacio y lo que le rodeaba parecía pequeño
y alejado en la distancia, pero Lucano, a pesar de la gran cantidad de polvo que llenaba de forma palpable y
ardiente el aire, pudo ver el palacio imperial rodeado por un bosque de blancas columnas, ascendiendo piso a
piso en niveles cada vez más reducidos de columnas menores y arcos ascendentes. Templos, verdes jardines
colgantes, terrazas y hermosas villas descendían desde el palacio a lo largo de toda la majestuosa colina
rodeada por profusión de arcos, pórticos, foros, teatros y una inmensidad de poblados monumentos. Pensó que
en aquel gran palacio vivía el propio Zeus rodeado por sus hijos en palacios menores, que se extendían
alrededor, fríos y aislados en medio de floridos patios y perfumadas fuentes. Todo ello resaltaba bajo el sol,
brillando como fuego blanco, una poblada y aislada ciudad pequeña, de poder real y belleza.
Por primera vez Lucano, que había quedado absorto por todo lo que había visto aquel día empezó a pensar
en su próxima entrevista con Tiberio César. Trató de recordar lo que Diodoro había dicho de aquel hombre, sus
fríos caprichos, la desconfianza que sentía hacia todos los romanos, hasta tal punto que había establecido
guarniciones de soldados fuera de las murallas de Roma, soldados que sólo le rendían cuentas a él. Antaño
había sido un hombre alegre y feliz, cuando estaba casado con su amada Vipsania, pero había cedido a las
demandas de su madre y su emperador y se había divorciado de su encantadora esposa para casarse con una
mujer que después le había traicionado. Desde entonces se había transformado en un hombre sombrío, y
vengativo, pese a todas las declaraciones que hacía de que todos los romanos debían disfrutar de libertad de
palabra y pensamiento, incluido el Senado, con quien externamente tenía deferencias e internamente
despreciaba. Pero al menos tenía genio delegar el poder, y sus magistrados, procónsules y procuradores
tenían libertad de acción y de juicio. Si mostraba señales amenazadoras de hacerse tiránico e intolerante, y si
absorbía cada vez más el poder que pertenecía al Senado, al pueblo y a las Cortes de Justicia y mostraba
signos de un absoluto despotismo, nadie se le oponía. Esto, había escrito Diodoro con disgusto a Lucano, era
más falta del Senado y de las Cortes de Justicia que de Tiberio. Sin embargo, en aquella época era aún
administrador hábil y justo, soldado de corazón, pese a que con frecuencia era blanco de los chistes groseros,
de la plebe romana, que escribía comentarios obscenos sobre él y su infiel esposa Julia incluso dentro de las
murallas de Roma. Algunas veces, manos atrevidas, escribían con letras rojas: « ¿Dónde está nuestra
República? ¡Que vivan para siempre los hombres libres (igenui)! ¡Abajo con el tirano!»
Pero la República había muerto y ningún César la había condenado a muerte.
La ciudad, como Plotio había dicho, estaba de fiesta aquel día. Pero los romanos estaban siempre de fiesta,
siempre honrando a un dios nativo o extranjero. Cualquier excusa era una disculpa para una fiesta, para
sacrificios, para celebraciones, en circos y teatros, o en los innumerables baños públicos. Tres circos
anunciaban carreras de cuadrigas y combates entre gladiadores,
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