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Cómo vas con el Regis 7-5-3


Enviado por   •  18 de Julio de 2014  •  Informe  •  3.021 Palabras (13 Páginas)  •  482 Visitas

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—¿Cómo vas con el Regis 7-5-3?

—El 7-5-3 ya aterrizó. —Jimmy el Obispo miró rápida¬mente su plato para confirmarlo—. Se está acercando a la puer¬ta. —Miró de nuevo la planilla de las puertas de embarque, buscando el 7-5-3—. ¿Por qué?

—El radar terrestre dice que tenemos una nave detenida en Foxtrot.

—¿En la pista de rodaje? —Jimmy miro otra vez su pla¬to, asegurándose de que todos los comandos estuvieran fun¬cionando bien, y abrió de nuevo su canal a DL753—. Regis 7-5-3, aquí torre de control del JFK. —No recibió respuesta y lo intentó de nuevo—. Regis 7-5-3, aquí torre de control del JFK; adelante. — Espferó, pero no escuchó siquiera el clic de la radio—. Regis 7-5-3; aquí torre de control del JFK. ¿Me escucha?

Un auxiliar se les acercó por detrás.

—¿Un problema con el sistema de comunicación? —su¬girió.

—Segurámerite es un fallo mecánico serio —contestó Calvin Buss—; Alguien dijo que el avión se había oscurecido.

—¿Oscurecido ? —exclamó Jimmy el Obispo, pensando en el golpe de suerte que hubiera sido que una nave presentara desperfectos mecánicos serios justo después de aterrizar. Me-morizó el número 753 para jugarlo a la lotería cuando regresa¬ra a casa.

Calvin conectó su auricular en el b-comm de Jimmy.

—Regis 7-5-3. Aquí torre de control del JFK. Por favor, responda. Regis 7-5-3... aquí torre, cambio.

Esperó, pero no obtuvo respuesta.

Jimmy el Obispo miró los puntos luminosos en el pla¬to: no había señales de alerta, y ningún avión mostraba pro¬blemas.

—Será mejor desviarlos lejos de Foxtrot —dijo.

Calvin desconectó el auricular y retrocedió. Su mirada se concentró en la media distancia, observando más allá de la con¬sola de Jimmy por las ventanas de la cabina de la torre, en di¬rección a la pista de rodaje. Su mirada denotaba tanta confusión como preocupación.

—Necesitamos despejar Foxtrot. —Se dirigió al auxiliar de tráfico—: Envía a alguien para que haga una inspección visual.

Jimmy el Obispo se agarró el abdomen, como si quisiera meter la mano debajo de su piel para mitigar la náusea que sentía en la boca del estómago. Su profesión era básicamente la de un partero, pues ayudaba a los pilotos a sacar sus aviones llenos de almas fuera del útero del vacío y los conducía a tierra, sanos y salvos. Sintió punzadas de temor, al igual que un mé¬dico al recibir su primer nacido muerto.

Terminal 3, pista de estacionamiento

Lorenza Ruiz se dirigía hacia la puerta en el transportador de equipaje, que básicamente es una rampa hidráulica sobre ruedas. Cuando el 753 no apareció en la esquina a la hora es¬tablecida, fue a echar un vistazo, pues pronto se tomaría su descanso. Llevaba protectores auditivos, un suéter de los Mets debajo de su chaleco reflector, gafas —el polvo de la pista era insoportable—, y los dos bastones luminosos para guiar al avión hasta la puerta de embarque descansaban en el asiento, junto a sus caderas.

—¿Qué diablos pasa aquí?

Se quitó las gafas, como si necesitara ver directamente con sus ojos. Allí estaba el gran Regis 777, una de las nuevas adquisiciones de la flota, sumido en la oscuridad de la Foxtrot. En la oscuridad total, sin siquiera las luces de navegación de las alas. El cielo estaba vacío aquella noche; la Luna llena de crá¬teres, las estrellas secas: no había nada. Lo único que alcanzó a ver fue la superficie suave y tubular del fuselaje y de las alas brillando débilmente bajo las luces de aterrizaje de los aviones que se aproximaban. Uno de ellos, el 1567 de Lufthansa, por poco choca contra el avión detenido.

—¡Jesús santísimo! —exclamó Lorenza.

Informó del incidente de inmediato.

—Vamos en camino —le dijo el supervisor—. «El nido del cuervo» quiere que vayas y eches una mirada.

—¿Yo? —preguntó Lo.

Frunció el ceño; eso le pasaba por ser curiosa. Avanzó por el carril de servicios de la terminal de pasajeros, cruzando las líneas de las pistas de rodaje que demarcaban la zona de estacionamiento. Estaba un poco nerviosa y alerta, pues nun¬ca había llegado tan lejos. La FAA tenía reglas muy estrictas sobre la circulación de los remolques y transportadores de equipaje, así que estuvo muy atenta a los aviones en movi¬miento.

Dobló delante de las luces azules de orientación que bor¬deaban las pistas de rodaje. Le pareció que el avión se había apagado por completo, desde la nariz hasta la cola. Las señales luminosas de seguridad y las luces interiores del avión estaban apagadas. Generalmente, incluso desde el suelo —que estaba a nueve metros—, se podía ver el interior de la cabina de mando a través de los ojos rasgados del parabrisas sobre la nariz ca¬racterística del Boeing: el panel superior y las luces de los ins-trumentos con su típico resplandor rojo. Pero no se veía ningún tipo de luz.

Lorenza observó el avión a nueve metros de la punta del ala izquierda. Cuando llevas mucho tiempo trabajando en la pista —ocho años en el caso de Lo, mucho más que la suma de sus dos matrimonios—, logras aprender varias cosas. Los desa¬celeradores y los alerones —las aletas giratorias detrás de las alas— estaban derechos, tal como los sitúan los pilotos después de aterrizar. Los turborreactores estaban detenidos y silencio¬sos; generalmente tardan un poco para dejar de absorber aire, incluso después de detenerse, succionando polvo e insectos como unas aspiradoras descomunales y voraces. La nave había tenido un aterrizaje normal, sin presentar ningún problema antes de apagarse por completo.

Más alarmante aún, si había sido autorizado para aterrizar, los problemas que pudiera haber tenido debieron de suceder en un lapso de dos o tres minutos. ¿Qué problemas pueden surgir en tan poco tiempo?

Lorenza retrocedió un poco más, pues no quería ser suc¬cionada y triturada como un ganso canadiense si los turboven-tiladores se encendían de repente. Caminó a un lado de la zona de carga, el área del avión con la que estaba más familiarizada, hasta llegar a la cola, y se detuvo debajo de la puerta de salida de pasajeros. Puso el freno de mano y hundió la palanca para levantar la rampa, que tenía casi treinta grados de inclinación en su máxima altura. No era suficiente, pero era algo. Tomó los bastones luminosos y caminó por la rampa hacia el avión muerto.

¿Muerto? ¿Por qué había pensado eso? Ese aparato nun¬ca había estado vivo-Lorenza pensó fugazmente en un enorme cadáver en des-composición, en una ballena varada sobre la playa. La aerona¬ve le parecía eso, un leviatán moribundo.

Cuando se acercó a la parte superior del avión,

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