¡Diles Que No Me Maten, Justino!

¡Diles que no me maten, Justino!

Estaba yo distraída por el aullar de un perro que mi abuelo mataba a machetazos, mi abuelo esta muerto, cuando murió mucha gente vino a despedirlo, más bien, sólo vino para asegurarse de que en verdad había muerto, sólo le rezaron para asegurarse de que su fantasma no les penara, de que no se vengara, de lo que les debía, de lo mucho que los odiaba, no tenía un solo amigo. Entonces hasta los perros le tenían miedo. Eso fue hace siete años, y hoy recuerdo ese día.

Lo que más disfruto de Rulfo es su obsesión por la muerte, el arte de Rulfo es el de profundizar una realidad superior, un fenómeno mágico, que se contextualiza con la excentricidad nacional acerca de este tema, por un lado el cinismo prehispánico ante una situación inevitable, y por el otro el miedo católico, hacía el juicio final, hacía el peso del perseguidor a quien es imposible eludir, insoportablemente abrumador.

La muerte, que arrastra a los personajes a vivir en un segundo plano, de realidad e irrealidad, llenos de soledad de desesperanza, con tal compañera no se espera nada de un futuro. Ni siquiera un estibo de una humanidad en rebelión, el hoy parece en ellos desquiciante, el mañana tenebroso, inexistente, sus personajes no poseen el reflejo de una vida, son juguetes del destino, en culminación se desploman, la historia de Juvencio termina siendo contada por los recuerdos de su cadáver, de lo único que queda de él, de su presencia humana en esta vida.

Rulfo no escribía de la desolación, simplemente describía su propia desolación, la desolación de su realidad, criado desde pequeño en el campo, la sociedad mexicana aplastada por la revolución y azotada por la guerra cristera fue su escenario, el arte sin importar las formas en las que se manifieste siempre tiene un compromiso social, retratar las sombras de la pobreza, que son los individuos, “Los personajes que aparecen en sus cuentos

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