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Dulce Veneno Moreno


Enviado por   •  6 de Abril de 2014  •  7.367 Palabras (30 Páginas)  •  256 Visitas

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DULCE VENENO MORENO

Jean-Claude Poulenc se distinguió en París como un excelente chef de cuisine. Pero, muy a su pesar, jamás logró ejercer tal oficio en una pequeña ciudad del Caribe colombiano, llamada Montería. Allí, en ese agreste lugar, ardiente como la boca de un horno, vivió durante algún tiempo. Según después llegaría a afirmar --con su habitual acento sarcástico--, su tragedia en Colombia consistió en ser cocinero, pero a la vez ingeniero. Y agregaría: “Allí no se puede ser una y otra cosa al mismo tiempo; o cocinas o construyes carreteras. En Suramérica no hay grises; se es blanco o se es negro. Es más, todo lo que allí no es completamente blanco, es negro”.

Catalina y yo habíamos conocido a Jean-Claude en París, de forma casual algunos años atrás, cuando manejaba su propia cafetería –su bistrot, anotaba él con orgullo. La cafetería estaba localizada en las inmediaciones de la Sorbona, sobre la Rue des Écoles y, desde luego, no muy lejos de Le Panthéon. Desde sus escasas mesas exteriores se podía apreciar, no sólo el tránsito hacia las aulas de las hermosas estudiantes –de todas las nacionalidades del mundo-- sino el ruidoso tráfico del Boulevard Saint-Michel, en sus dos direcciones: hacia el Sena y l’île de la Cité, y hacia la agitada intersección de los bulevares Port Royal y Montparnasse con la avenida de L’Observatoire. No muy lejos del bistrot de Jean-Claude, estaba ubicado el apartamento de la Rue Thénard, en el que Cata y yo pasamos más de una temporada de verano en la Ciudad Luz.

Solíamos bajar todas las mañanas, después del desayuno, a leer la prensa en los cafetines cercanos. De los muchos lugares que visitamos, el de aquel ingeniero-cocinero era el que mejor café ofrecía. El café en París suele ser desastroso, pues viene plagado de toda suerte de malezas africanas. Pero el de La Colombe –así se llamaba el lugar de Jean-Claude--, tenía algo especial. No tardamos en conocer las razones de tal excelsitud. La mezcla, que él y su hermano confeccionaban, contenía una alta dosis de café colombiano. Aquello, sin embargo, gozaba de una explicación adicional: Jean-Claude se había enamorado de una colombiana, llamada, por cierto, de manera exótica y curiosa: Ludisbel.

No alcanzamos a conocer a Ludisbel en París. Nunca supimos qué tan bien hablaba el francés o de qué manera se vestía en aquella ciudad. Tampoco, cómo había ido a parar a Francia, ni qué hacía cuando Jean-Claude la conoció el día en que llegó, como Cata y yo llegamos una mañana a La Colombe... sin tener siquiera noción de la buena calidad de su café. Tampoco supimos, en el París de aquel verano cálido y lluvioso, que el Jean-Claude que salía a atendernos a las mesas de la terraza, con estampa de mesero francés, de delantal y limpión colgando del brazo, era cocinero y mesonero por opción. Fue mucho después cuando descubrimos que, antes de ser lo que era, se había desempeñado como banquero y como ingeniero civil. De haber sabido aquello en Francia misma, habríamos hablado mucho más con Jean-Claude, allí en París, para que no hubiera tenido la vida que volvernos a reunir, en una de sus vueltas de tuerca, aquí, en esta pequeña ciudad del trópico latinoamericano, a setenta kilómetros por carretera del mar Caribe; y para que el pobre Jean-Claude, ya en su viaje de regreso al París de su bistrot, no se hubiera visto forzado a contar –junto con las tristezas del final de la aventura-- las glorias del inicio de su romance con Ludisbel.

Varios años después de aquel verano de París, Catalina y yo nos aprestábamos a tomar un avión desde Montería hasta Bogotá, la Capital de nuestra República bananera... y cafetera. En el infame calor del edificio de cemento concreto de la terminal, muy similar al construido por Idi Amin Dada en Entebe, Uganda, hacíamos cola para inscribirnos en el vuelo, cuando columbramos a lo lejos una cara conocida. Suelo tener buena memoria visual, aplicable desde luego a aquellos casos: “Cata –así llamo con cariño a Catalina--, amor: ese hombre desharrapado... es francés, y es el propietario de La Colombe, el lugar al que solíamos ir a leer la prensa y a tomar aquel estupendo café de París”. Cata, conociéndome, no se sorprendió; sólo comentó: “Pero... aquí viste diferente”. En efecto, aquello era lo primero que llamaba la atención al respecto del Jean-Claude del trópico: su manera de vestir. No obstante, más allá de su desgarbo, se notaba –no su supuesta maestría en las artes de la ingeniería pero sí— su clase parisina, su europeidad, ese aire de siglos de pulimento, esa ausencia de aristas desagradables que proporcionan tantos siglos de Historia acumulada. Pensé en las perlas recién extraídas de las ostras, antes de ser lavadas para la venta. Recordaba su nombre:

--Commant allez vous, Jean-Claude? – lo saludé en francés.

--Bien, je suis bien –respondió y cambió al español, convencido de que se trataba de alguien que había conocido en Montería--, ¿cómo estás tú? --un instante después, me percaté de que Jean-Claude pertenecía al mismo gremio de los bien memoriados. El siguiente “¿Cómo estás?” volvió en el tono alegre y cordial de la ubicación. Me había reconocido.

--Oh, sí, sí, recuerdo, los recuerdo a ambos, ¿cómo estás tú? –saludó de mano a Cata--. Vistes diferente aquí –le dijo. En efecto, Cata iba arreglada de tal forma que pudiera irse, del aeropuerto en Bogotá, directamente a su oficina. Yo llegaría a escribir, así que agregué:

--Todos vestimos de forma diferente aquí.

--Oh, sí –me dijo, cediendo cortésmente el paso a Cata para la cola de registro de vuelo--. Oh, sí –insistió--: vestir diferente es parte de la tragedia de un francés en esta tierra.

Pensé que se refería a algo insignificante e intrascendente, que nada tenía que ver con la sustancia de su tragedia.

Cata entregó nuestros boletos a la funcionaria de la aerolínea y pidió a Jean-Claude el suyo para evitarle el engorroso proceso, pero Jean-Claude viajaba con dos enormes maletas. De modo que, una vez hecho el registro, abandonamos la cola con nuestros bolsos de mano y nos detuvimos a prudente distancia; aunque en una actitud tal, que él pudiera percatarse de que lo estábamos esperando, dispuestos a continuar la conversación. Encendí un cigarrillo y me dediqué a observar la operación de inscripción del francés y a reparar, con mayor cuidado, su vestimenta. ¿Por qué había dado aquella respuesta –que no habíamos solicitado— sobre el vestir de un europeo en estas tierras?

Llevaba el cabello revuelto y daba la impresión de que hacía

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