EL ALMA DE LA TOGA
Enviado por lauriith • 26 de Noviembre de 2012 • 1.813 Palabras (8 Páginas) • 415 Visitas
Urge reivindicar al abogado. En el actual Ministerio hay siete abogados. La realidad es que apenas si uno o dos se han puesto la toga y saludado el Código Civil.
La abogacía no es una consagración académica, sino una concreción profesional. Nuestro título universitario no es de “abogado, sino de “licenciado en Derecho, que autoriza para ejercer la profesión de abogado”. Basta, pues, leerle para saber que quien no dedique su vida a dar consejos jurídicos y pedir justicia en los tribunales, será todo lo licenciado que quiera, pero abogado, no.
A cambio de sistema docente tan peregrino, los señores profesores siembran en la juventud otros conceptos inesperados, tales como éstos: qué hora y media de trabajo puede quedar decorosamente reducida a tres cuartos de hora; que sin desdoro de nadie, pueden las vacaciones de Navidad comenzar en noviembre; que el elemento fundamental para lucir en la cátedra y en el examen es la memoria.
En las profesiones la ciencia no es más que un ingrediente. Junto a él operan la conciencia, el hábito, la educación, el engranaje de la vida, el ojo clínico, mil y mil elementos que, englobados, integran un hombre, el cual, precisamente por su oficio, se distingue de los demás. Un catedrático sabrá admirablemente las Pandectas y la Instituta y el Fuero Real, y será un jurisconsulto insigne; pero si no conoce las pasiones, más todavía, si no sabe atisbarlas, toda su ciencia resultará inútil para abogar. El esclarecido ministerio del asesoramiento y de la defensa, va dejando en el juicio y en el proceder unas modalidades que imprimen carácter.
El fomento de la paciencia sin mansedumbre para con el cliente, del respeto sin humillación para con el tribunal, de la cordialidad sin extremos amistosos para con los compañeros, de la firmeza sin amor propio par el pensamiento de uno, de la consideración sin debilidades para el de los demás. Los abogados no se hacen con el título de licenciado, sino con las disposiciones psicológicas, adquiridas a costa de trozos sangrantes de vida. Abogado es, en conclusión, el que ejerce permanentemente la abogacía. Los demás serán licenciados en Derecho, muy estimables, muy respetables, muy considerables, pero licenciados en Derecho, nada más.
El hombre, debe fiar principalmente en sí. La fuerza que en sí mismo no halle no la encontrará en parte alguna. Los hombres no llevamos más fuerza que la que Dios nos da, aparte de eso, nadie debe esperar en otra cosa, y esto, que es norma genérica para todos los hombres, más determinadamente es aplicable para los abogados; fuera de nosotros están todas las sugestiones.
Frente a tan multiplicadas agresiones, la receta es única: fiar en sí, vivir la propia vida, seguir los dictados que uno mismo se imponga…, y desatender lo demás. El día en que la voluntad desmaya o el pensamiento titubea, no podemos excusarnos diciendo: “Me atuve al juicio de A; me desconcertó la increpación de X; me dejé seducir por el halago de H”. Nadie nos perdonará. La responsabilidad es sólo nuestra; nuestras han de ser también de modo exclusivo la resolución y la actuación.
En la abogacía actúa el alma sola, porque cuanto se hace es obra de la conciencia y nada más que de ella. No se diga que operan el alma y el Derecho, porque el es cosa que se ve, se interpreta y se aplica con el alma de cada cual; de modo que no yerro al insistir en que actúa el alma aislada. El abogado tiene que comprobar a cada minuto se encuentra asistido de aquella fuerza interior que ha de hacerle superior al medio ambiente; y en cuanto le asalten dudas en este punto debe cambiar de oficio.
Gobiernos liberales promulgan leyes de excepción. Hombres que abogaron contra la pena de muerte, ahorcan y fusilan a mansalva. Defensores del libre cambio colaboran en políticas proteccionistas. El derecho no establece la realidad sino que la sirve, y por esto camina mansamente tras ella, consiguiendo rara vez marchar a su paso.
Hay en el ejercicio de la profesión un instante decisivo para la conciencia del abogado y aun para la tranquilidad pública: el de la consulta. Se aprende a leer con imágenes y se aprende la vida con hechos. La ciencia de la humanidad es la verdadera ciencia.
De modo análogo veo el arte, la obra artística no se hace para satisfacer prescripciones doctrinarias, sino para emocionar, alegrar, afligir o enardecer a la muchedumbre; si logra esto, llena el fin del arte; si no lo consigue, será otra cosa, pero arte, no. Cosa semejante ocurre en la vida jurídica. El legislador, el jurisconsulto y aun el abogado, deben tener un sistema, una orientación del pensamiento; pero cuando se presenta el pleito en concreto, su inclinación hacia uno u otro lado debe ser hija de la sensación. Claro que esta sensación es un simple reflejo de todo el cuerpo doctrinal que el jurista lleva en su alma.
¿En qué punto nuestra libertad de juicio y de conciencia ha de quedar constreñida por esos imperativos indefinidos, inconsútiles, sin títulos ni sanción y que, sin embargo, son el eje del mundo? Alguien teme que existan profesiones caracterizadas por una inmoralidad intrínseca e inevitable, y que, en tal supuesto, la nuestra fuese la profesión tipo.
La abogacía no se cimenta en la lucidez del ingenio, sino en la rectitud de la conciencia. Ésa es la piedra angular; lo demás, con ser muy interesante, tiene caracteres adjetivos y secundarios.
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