Editoriales De PEPE ELIASCHEV- Argumentación
Enviado por macacampos • 24 de Febrero de 2014 • 4.202 Palabras (17 Páginas) • 272 Visitas
Dos muertes que deben ser final y punto de partida
Buenos Aires, 26 de Julio de 2002.- A Maximiliano Kosteki lo asesinaron de un balazo en el pecho. A Darío Santillán lo asesinaron de un balazo por la espalda. En ambos casos se trató de homicidios alevosos sin atenuantes de ninguna naturaleza. Tanto Darío como Maximiliano tenían 22 años. Eran dos compatriotas míos, pertenecían a la generación de mis hijos. Eran puro futuro, pura promesa, puro músculo, pura imaginación, puro corazón, puros ojos encendidos, pura y necesaria irreflexión ¿Qué es la irreflexión contemplada desde la mirada de un adulto? Es la capacidad de apasionarse, es la facultad privativa de aquellos que no están contaminados demasiado como para llegar a osar la posibilidad de los grandes cambios. Sin imaginar cambios ninguna vida es posible. Estos pueden ser muy diversos. La historia de la humanidad está colmada de relatos maravillosos de científicos, de viajeros, de exploradores, de grandes guerreros, que desde sus experiencias vitales más propias y específicas quisieron modificar lo que no les gustaba ¿Quién puede decir que la vida gusta? ¿Quién puede decir que lo existente nos satisface?
No solamente en la Argentina de hoy, colapsada, misérrima, triste, amarronada, empobrecida hasta la obscenidad, sino en términos generales. Alguien quizá podrá decir, de manera más elegante, que vivir una vida sin imaginar cambios es una manera de anticiparse a la muerte. Es una manera de ejercer la muerte mucho antes de que nos llegue. A su manera, estos chicos encarnaban los bellos desatinos que a lo largo de la historia de la humanidad nos entregan los jóvenes. La falta de cálculo, el desacompasamiento entre sus vidas privadas y la especulación minuciosa que es siempre producto de las mentes maduras.
Darío Santillán no solamente que no especuló, sino que puso el pecho. Seguramente habrá intuido que habrían de venir balas, y no quiso ahorrarse. Quisiera que estuviese sentado hoy delante mío para que me contara de su barrio, de sus amigos, de sus compañeros, de su novia. Nadie puede imaginar que ni la más heroica de las muertes puede ser el objetivo buscado ni siquiera por el más audaz de los revolucionarios.
Un mes ha transcurrido desde los tristes episodios de Avellaneda. Yo no estoy diciendo solamente “episodios”. He dicho desde el primer momento “asesinatos”. También, al igual que muchos, he seguido de cerca todo lo que sucedió después de aquella jornada trágica en donde volvió a manifestarse la criminalidad intrínseca de las fuerzas de inseguridad, que no han logrado modificar su característica esencialmente gangsteril. Y he tomado debida nota de los procesamientos, de las detenciones y de los procedimientos que lleva adelante la justicia para tratar de identificar, alguna vez por lo menos, exactamente quién mató a Darío y a Maximiliano, de dónde vino la orden, cómo fue ejecutada y qué cosa sucedió.
Los compañeros de los jóvenes asesinados, el Movimiento de Trabajadores Desocupados de Lanús y la Coordinadora Aníbal Verón, afirman convencidos de que Darío y Maximiliano fueron asesinados por una represión ordenada y planificada por el gobierno de Eduardo Duhalde. Ésta es una afirmación discutible. Yo no la puedo compartir. Pero de la misma manera como no puedo compartir porque carezco de elementos probatorios mínimos que estos dos muchachos fueron ejecutados vilmente como parte de un programa originado en la mayor responsabilidad política del país, también tengo que decir que las responsabilidades del statu quo argentino, las de quienes ocupan la administración del Estado argentino, las de quienes a lo largo de los años han negociado, tolerado, aceptado y admitido la existencia de policías gangsteriles es enorme. No hace falta ordenar un asesinato de manera deliberada para que yo como ciudadano a secas pueda decir que hay responsabilidades políticas.
Los conflictos sociales que nuestro país vive son gigantescos. La Argentina está inmersa en una auténtica tragedia social. Ojalá que algún día, más temprano que tarde, podamos hablar de esta época como el peor momento, y así como hoy se recuerdan las ollas populares en las grandes ciudades norteamericanas en 1929, podamos recordar con cierta melancolía este país de julio de 2002, a un mes de los asesinatos de Darío y Maximiliano. Sin embargo, no hay elementos de juicio sólidos para afirmar que las cosas van a mejorar en el corto ni en el mediano plazo. Es brutal y masiva la destrucción del empleo. El empobrecimiento generalizado de nuestro pueblo se ha concretado de modo tan salvaje y tan rápido que ni el más inescrupuloso economista de los muchos que cacarean diariamente por los medios nos puede, aunque sea, insinuar o barruntar cuándo estaremos saliendo de este vacío, que ni siquiera sabemos (y esto tal vez sea lo peor) si es el punto más bajo al que se puede llegar. No hay posibilidad de separar los asesinatos de Darío y Maximiliano del contexto que pone en foco el empobrecimiento abismal del pueblo argentino, con tasas de desocupación que son una vergüenza calamitosa.
Hay responsabilidades que trascienden la necesaria investigación judicial. Aquellos que se declaran partidarios de una modificación del statu quo, los compañeros y amigos de estos muchachos, así como de las diferentes fuerzas que de una u otra manera se encolumnan dentro de lo que podemos llamar los transformadores de la sociedad, no pueden ni deben desdeñar la labor de la justicia, a la que hay que apoyar, y hasta condicionar, con el entusiasmo cívico para que en este caso la investigación sea cabal, plena, irrefutable y contundente.
No voy a pronunciar nombres de comisarios, de subcomisarios ni de sargentos. La Policía de la Provincia de Buenos Aires es hace décadas un nido de asesinos profesionales, y esto no lo mejora nadie en nuestro país. Es también una fuerza que durante muchos años, sin democracia y, tristemente, con democracia, se ha financiado con acciones ilegales. Éste es el gran desafío para los políticos. Ésta es la gran prueba que tendremos que pasar. Este país fue capaz de salir, de alguna manera (no me hagan hablar demasiado), de la dictadura en 1983 y, seguramente, no hubiéramos salido tan rápido si la Argentina no le hubiera declarado la guerra a Occidente a propósito de las Islas Malvinas. Pero no hemos sido todavía capaces de poner bajo el imperio de la ley a una fuerza de seguridad que es directamente responsable de los asesinatos del 26 de junio en Avellaneda.
Las tragedias que se conjugan y se articulan con nombres y con historias individuales forman parte de un gran acto fallido nacional. Ya no solamente que no somos realidad sino que ni siquiera somos promesa. Es necesario deshacer esta historia terrible. Es necesario tomar las vidas jóvenes de estos
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