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El Club De La Lucha. Capitulo 13. Español


Enviado por   •  26 de Enero de 2015  •  1.610 Palabras (7 Páginas)  •  285 Visitas

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Trece

Al llegar al hotel Regent, Marla está en el vestíbulo ves¬tida con un albornoz. Marla me llamó al trabajo y me pidió que pasase del gimnasio, la biblioteca, la lavande¬ría o lo que hubiera planeado para después del trabajo y que fuese a verla.

Por eso me llamó Marla, porque me odia.

No dice nada sobre sus reservas de colágeno.

Me pregunta si podría hacerle un favor. Marla se ha quedado esta tarde en la cama. Marla vive de los platos cocinados que el servicio de Comidas sobre Ruedas manda a sus vecinos fallecidos y que ella recoge con la excusa de que están durmiendo. En resumidas cuentas, Marla se ha quedado esta tarde en la cama esperando la llegada, entre las doce y las dos, del envío de Comidas sobre Ruedas. Hace dos años que Marla no tiene un se¬guro médico, por lo que dejó de hacerse revisiones; sin embargo, esta mañana se descubrió en un pecho una es¬pecie de bulto y los nódulos que tiene bajo el brazo y cerca del bulto estaban a la vez blandos y duros al tacto, y no podía decírselo a ninguna de las personas que quie¬re para no asustarlas, y tampoco podía permitirse pagar a un médico si no era nada, pero necesitaba hablar con alguien y que ese alguien la examinase.

El color de los ojos castaños de Marla es como el de un animal al que hubieran metido en un horno y luego sumergido en agua fría. Se llama vulcanización, galvani¬zación o temple.

Marla promete olvidar el asunto del colágeno si la ayudo y la examino.

Me figuro que no llama a Tyler porque no quiere asustarlo. A su entender, yo soy neutral; se lo agradezco.

Subimos a su habitación y Marla me cuenta que en la naturaleza no se ven animales viejos porque mueren tan pronto como envejecen. Si enferman o pierden rapidez, los mata un animal más fuerte. Los animales no están hechos para llegar a viejos.

Marla se echa en la cama, se desata el cinturón del al¬bornoz y me dice que nuestra civilización ha convertido la muerte en algo negativo. Los animales viejos deberían ser una excepción antinatural.

Monstruos.

Marla está fría y suda mientras le cuento que en la universidad una vez tuve una verruga. En el pene, aun¬que digo «polla». Fui a la Facultad de Medicina a que me la quitaran. La verruga. Después se lo conté a mi padre. Eso fue años más tarde, y mi papá se rió y me dijo que era tonto porque verrugas como ésa son un regalo de la naturaleza. Las mujeres las adoran y Dios me había he¬cho un favor.

Me arrodillo junto a la cama de Marla con las manos aún frías de la calle; palpo poco a poco la piel fría de Marla; pellizco un poco de la piel de Marla cada varios centímetros. Marla me dice que esas verrugas, ese rega¬lo de Dios, provocan a las mujeres cáncer en el cuello del útero.

Así que estaba sentado sobre una toalla de papel en la sala de reconocimiento de la Facultad de Medicina mientras un estudiante me rociaba la polla con un bote de nitrógeno líquido y otros ocho estudiantes observa¬ban. Es ahí donde acabas si no tienes seguro médico. Sólo que no la llaman polla, sino pene, y —la llames como la llames— te la rocían con nitrógeno líquido. Si te la quemaran con lejía dolería igual.

Marla se ríe hasta que se da cuenta de que mis dedos se han detenido. Como si hubiera encontrado algo.

Marla deja de respirar; su estómago parece un tam¬bor y el corazón es como un puño que golpea por den¬tro el cuero tenso del tambor. Pero no, si me detengo es porque estoy hablando y porque, por un instante, nin¬guno de los dos estaba en el dormitorio de Marla. Está¬bamos en la Facultad de Medicina, años atrás, y yo sen¬tado sobre un papel pegajoso y con la polla ardiéndome por el nitrógeno líquido, hasta que uno de los estudian¬tes vio mis pies descalzos y abandonó la habitación en dos zancadas. El estudiante volvió precedido por tres médicos de verdad, que de un codazo echaron a un lado al tío del bote de nitrógeno líquido.

Uno de los médicos de verdad me levantó el pie de¬recho y lo plantó ante la cara de los otros médicos de verdad. Los tres lo hicieron girar, lo palparon y sacaron fotos con una Polaroid, y fue como si el resto de mi per¬sona, a medio vestir y con aquel don de Dios medio congelado, ya no existiese. Sólo el pie. El resto de los es¬tudiantes se empujaba para poder mirar.

—¿Cuánto hace que tiene esa mancha roja en el pie? —me preguntó uno de los médicos.

El médico se refería a mi marca de nacimiento. Una marca de nacimiento que tengo en el pie derecho y con la que mi padre bromea y que parece un mapa granate

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