El Hombre Que No Queria Extrechar Manos (stephen King )
Enviado por radikkkal88 • 18 de Marzo de 2013 • 4.297 Palabras (18 Páginas) • 759 Visitas
EL HOMBRE QUE NO QUERIA ESTRECHAR MANOS
STEPHEN KING
Stevens sirvió las bebidas y pronto, después de las ocho en aquella noche glacial de invierno, la mayoría de nosotros nos fuimos con ellas a la biblioteca. Por un momento, nadie dijo nada; lo único que se oía era el chisporrotear del fuego en la chimenea, el lejano chasquido de las bolas de billar y, desde el exterior, el gemido del viento. No obstante, allí se estaba bastante caliente, en el nº 249 B de la calle Este 35.
Recuerdo que aquella noche David Adley estaba sentado a mi derecha, y a mi izquierda Emlyn McCarron que una vez nos contó una historia espeluznante sobre una mujer que había dado a luz en extrañas circunstancias. Después de él estaba Johanssen, con su Wall Street Journal doblado sobre las rodillas.
Entró Stevens con un pequeño paquete blanco y se lo entregó a George Gregson sin hacer la menor pausa. Stevens es el mayordomo perfecto a pesar de su ligero acento de Brooklyn ( o quizá por causa de él) pero su mayor atributo, por lo que a mí se refiere, es que siempre sabe a quien debe entregar el paquete aunque nadie lo reclame.
George lo captó sin protestar y permaneció un momento sentado en un sillón de alto respaldo y orejas, contemplando la chimenea que es lo bastante grande como para asar un buey. Vi como sus ojos se dirigían momentáneamente a la inscripción grabada en la piedra. LO QUE VALE ES LA HISTORIA, NO EL QUE LA CUENTA.
Abrió el paquete con sus dedos viejos y temblorosos y tiró su contenido al fuego. Por un instante las llamas se transformaron en un arcoiris, y se oyeron risas apagadas. Me volví y vi a Stevens allá lejos, en la sombra, junto a la puerta. Tenía las manos cruzadas a la espalda. Su rostro se mostraba cuidadosamente inexpresivo. Supongo que todos nos sobresaltamos un poco cuando su voz ronca, casi quisquillosa rompió el silencio; yo confieso que sí.
-Una vez vi asesinar a un hombre en esta misma habitación- nos dijo George Gregson-, aunque ningún jurado hubiera condenado al que mató. Pero, al final, se acuso así mismo..., y actuó como su propio verdugo.
Siguió una pausa mientras encendía su pipa. El humo envolvió su rostro arrugado en una nube azulada, y apagó el fósforo de madera con el gesto lento, teatral, del hombre cuyas articulaciones le producen gran dolor. Tiró el palito a la chimenea, donde cayó sobre los restos quemados del paquete. Contempló como las llamas tostaban la madera. Sus agudos ojos azules parecían cavilar bajo sus hirsutas cejas entrecanas. Su nariz era grande y ganchuda, sus labios delgados y firmes, sus hombros alzados hasta casi la base de su cráneo.
-No nos mantengas en ascuas, George- refunfuñó Peter Andews- ¡Suéltalo ya !
-Ni lo sueñes. Ten paciencia- y todos tuvimos que esperar hasta que su pipa quedó prendida a su gusto.
Cuando unas brasas se encendieron perfectamente repartidas en la enorme cazoleta de brezo, George cruzo sus manos grandes, ligeramente temblorosas, sobre una de sus rodillas y dijo:
-Está bien. Tengo ochenta y cinco años y lo que voy a relataros ocurrió cuando yo tenía más o menos veinte.
-En todo caso, sé que fue en 1919 y acababa de regresar de la Gran Guerra. Mi novia había muerto cinco meses antes, de la gripe. Sólo tenía diecinueve años y yo me lancé a beber y jugar a las cartas mucho más de lo que hubiera debido. Me había esperado dos años, ¿comprenden?, y durante todo ese tiempo recibí fielmente, una carta todas las semanas. Quizá podrán comprender por qué me abandoné tanto. No tenía creencias religiosas; la idea general y las teorías del cristianismo me resultaban algo cómicas en las trincheras, y no tenía familia que me ayudara. Así que puedo decir con sinceridad que los buenos amigos que me ayudaron en este tiempo de prueba, rara vez me abandonaron. Eran cincuenta y tres (más de lo que tiene la mayoría): cincuenta y dos naipes y una botella de whisky "Cutty Stark". Me habían instalado en el mismo lugar en que sigo viviendo ahora, en Brennan Street. Pero entonces era mucho más barato y había muchas menos botellas de medicinas, y píldoras y demás, llenando las estanterías. Sin embargo, pasaba la mayor parte de mi tiempo aquí, en el 249 B, porque siempre había alguna partida de póquer en marcha.
David Adley interrumpió, y aunque sonreía, no creo que estuviera bromeando:
-¿Y ya estaba Stevens aquí, entonces, George?
George se volvió a mirar al mayordomo:
-¿Era usted, Stevens, o era su padre?
Stevens se permitió la sombra de una sonrisa.
-Como 1919 fue hace más de sesenta y cinco años, señor, debo decir que se trataba de mi abuelo.
- Debemos, pues, entender que su empleo es hereditario- musitó Adley.
-Tal como dice, señor- respondió Stevens imperturbable.
-Ahora que lo pienso- comentó George-, hay un parecido sorprendente entre usted y su... ¿dijo usted abuelo, Stevens?
-Si señor eso dije.
-Si les pusiera de lado, me costaría decir quien es quien...
-¿Pero esto no tiene nada que ver, verdad?
-No, señor -Me encontraba en la sala de juego…, al otro lado de esta pequeña puerta, allá..., haciendo solitarios, la primera y única vez que nos encontramos Henry Brower y yo. Éramos cuatro dispuestos a sentarnos y jugar una partida de póquer; solamente necesitábamos un quinto para que la velada empezara. Cuando Jason Davidson me dijo que George Oxley, nuestro habitual quinto, se había roto la pierna y estaba en cama con la pierna enyesada y colgada de una polea, pareció que aquella noche nos íbamos a quedar sin partida. Empecé a pensar en la posibilidad de terminar la noche con nada mejor para distraer mis pensamientos que hacer solitarios y soplar la mayor cantidad de whisky que pudiera, cuando un individuo sentado al fondo de la habitación dijo con voz tranquila y agradable:
-Si ustedes, caballeros, estaban hablando de póquer, disfrutaría mucho jugando una mano, si no tienen nada que objetar.
-Había estado escondido tras el World de Nueva York hasta aquel momento, así que cuando levanté la mirada lo vi por primera vez. Era un hombre joven con cara de viejo, no sé si me entienden. Algunas de las huellas que vi en su rostro había empezado a descubrirlas en el mío, desde la muerte de Rosalie. Algunas..., no todas. Aunque el joven no podía tener más de veintiocho años a juzgar por su cabello, sus manos, y el modo de andar, su rostro parecía marcado por la experiencia y sus ojos, que eran muy oscuros, parecían más que tristes: parecían atormentados. Era guapo, con un bigote pequeño y recortado y cabello rubio oscuro. Vestía un buen traje de color marrón y se había soltado el botón del cuello.
-Me llamo Henry Brower- dijo
-Davidson
...