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El gato del Brasil


Enviado por   •  24 de Septiembre de 2013  •  Ensayo  •  8.718 Palabras (35 Páginas)  •  294 Visitas

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El gato del Brasil

Arthur Conan Doyle

Es una desgracia para un joven tener aficiones caras, grandes expectativas de riqueza, parientes aristocráticos, pero sin dinero contante y sonante, y ninguna profesión con que poder ganarlo. El hecho es que mi padre, hombre bondadoso, optimista y jactancioso, tenía una confianza tal en la riqueza y en la benevolencia de su hermano mayor, solterón, lord Southerton, que dio por hecho el que yo, su único hijo, no me vería nunca en la necesidad de ganarme la vida. Se imaginó que, aun en el caso de no existir para mí una vacante en las grandes posesiones de Southerton, encontraría, por lo menos, algún cargo en el servicio diplomático, que sigue siendo espacio cerrado de nuestras clases privilegiadas. Falleció demasiado pronto para comprobar todo lo equivocado de sus cálculos. Ni mi tío ni el estado se dieron por enterados de mi existencia, ni mostraron el menor interés por mi porvenir. Todo lo que me llegaba como recordatorio de ser el heredero de la casa de Otswell y de una de las mayores fortunas del país, eran un par de faisanes de cuando en cuando, o una canastilla de liebres. Mientras tanto, yo me encontré soltero y paseante, viviendo en un departamento de Grosvenor—Mansions, sin más ocupaciones que el tiro de pichón y jugar al polo en Hurlingham. Un mes tras otro fui comprobando que cada vez resultaba más difícil conseguir que los prestamistas me renovasen los pagarés, y obtener más dinero a cuenta de las propiedades que habría de heredar. Vislumbraba la ruina que se me presentaba cada día más clara, más inminente y más completa.

Lo que más vivamente me daba la sensación de mi pobreza era el que, aparte de la gran riqueza de lord Southerton, todos mis restantes parientes tenían una posición desahogada. El más próximo era Everard King, sobrino de mi padre y primo carnal mío, que había llevado en el Brasil una vida aventurera, regresando después a Inglaterra para disfrutar tranquilamente de su fortuna. Nunca supimos de qué manera la había hecho; pero era evidente que poseía mucho dinero, porque compró la finca de Greylands, cerca de Clipton—on—the—Marsh, en Suffolk. Durante su primer año de estancia en Inglaterra no me prestó mayor atención que mi avaricioso tío; pero una buena mañana de primavera, recibí con gran satisfacción y júbilo, una carta en que me invitaba a ir aquel mismo día a su finca para una breve estancia en Greylands Court. Yo esperaba por aquel entonces hacer una visita bastante larga al tribunal de quiebras, o Bankruptcy Court, y esa interrupción me pareció casi providencial. Quizá pudiera salir adelante si me ganaba las simpatías de aquel pariente mío desconocido. No podía dejarme por completo en la estacada, si valoraba en algo el honor de la familia. Di orden a mi ayuda de cámara de que dispusiese mi maleta, y aquella misma tarde salí para Clipton—on—the—Marsh.

Después de cambiar de tren a uno corto, en ese empalme de Ipswich, llegué a una estación pequeña y solitaria que se alzaba en una llanura de praderas atravesadas por un río de corriente perezosa, que serpenteaba por entre orillas altas y fangosas, haciéndome comprender que la subida de la marea llegaba hasta allí. No me esperaba ningún coche (más tarde me enteré de que mi telegrama había sufrido retraso) y por eso alquilé uno en el mesón del pueblo. Al cochero, hombre excelente, se le llenaba la boca elogiando a mi primo, y por él me enteré de que el nombre de míster Everard King era de los que merecían ser traídos a cuento en aquella parte del país. Daba fiestas a los niños de la escuela, permitía el libre acceso de los visitantes a su parque, estaba suscrito a muchas obras benéficas y, en una palabra, su filantropía era tan universal que mi cochero sólo se la explicaba con la hipótesis de que mi pariente abrigaba la ambición de ir al parlamento.

La aparición de un ave preciosa que se posó en un poste de telégrafo, al lado de la carretera, apartó mi atención del panegírico que estaba haciendo el cochero. A primera vista me pareció que se trataba de un arrendajo, pero era mayor que ese pájaro y de un plumaje más alegre. El cochero me explicó inmediatamente la presencia del ave diciendo que pertenecía al mismo hombre a cuya finca estábamos a punto de llegar. Por lo visto, una de las aficiones de mi pariente consistía en aclimatar animales exóticos, y se había traído del Brasil una cantidad de aves y de otros animales que estaba tratando de criar en Inglaterra.

Una vez que cruzamos la puerta exterior del parque de Greylands, se nos ofrecieron numerosas pruebas de esa afición suya. Algunos ciervos pequeños y con manchas, un extraño jabalí que, según creo, es conocido con el nombre de pecarí, una oropéndola de plumaje espléndido, algunos ejemplares de armadillos y un extraño animal que caminaba pesadamente y que parecía un tejón sumamente grueso, figuraron entre los animales que distinguí mientras el coche avanzaba por la avenida curva.

Míster Everand King, mi primo desconocido, estaba en persona esperándome en la escalinata de su casa, porque nos vio a lo lejos y supuso que era yo el que llegaba. Era hombre de aspecto muy sencillo y bondadoso, pequeño de estatura y corpulento, de cuarenta y cinco años, quizá, y de cara llena y simpática, atezada por el sol del trópico y plagada de mil arrugas. Vestía traje blanco, al estilo auténtico del cultivador tropical; tenía entre sus labios un cigarro, y en su cabeza un gran sombrero panameño echado hacia atrás. La suya era una figura que asociamos con la visión de una terraza de bungalow, y parecía curiosamente desplazada delante de aquel palacio inglés, grande de tamaño y construido de piedra de sillería, con dos alas macizas y columnas estilo Palladio delante de la puerta principal.

¡Mujer, mujer, aquí tenemos a nuestro huésped! —gritó, mirando por encima de su hombro—. ¡Bien venido, bien venido a Greylands! Estoy encantado de conocerte, primo Marshall, y considero como una gran atención el que hayas venido a honrar con tu presencia esta pequeña y adormilada mansión campestre.

Sus maneras no podían ser más cordiales. En seguida me sentí a mis anchas. Pero toda su cordialidad apenas podía compensar la frialdad e incluso grosería de su mujer, es decir, de la mujer alta y ceñuda que acudió a su llamada. Según tengo entendido, era de origen brasileño, aunque hablaba a la perfección el inglés, y yo disculpé sus maneras, atribuyéndolas a su ignorancia de nuestras costumbres. Sin embargo, ni entonces ni después trató de ocultar lo poco que le agradaba mi visita a Greylands Court. Por regla general, sus palabras eran corteses, pero poseía unos ojos negros extraordinariamente expresivos, y en ellos leí con claridad, desde el primer momento, que anhelaba

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