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Ensayo Sobre La Pantomina


Enviado por   •  13 de Junio de 2014  •  2.051 Palabras (9 Páginas)  •  162 Visitas

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Quedaban treinta minutos.

-Oye, me he enterado de que es tu cumpleaños. Felicidades -dijo Domínguez.

Eddie gruñó.

-¿No haces una fiesta o algo?

Eddie le miró como si aquel tipo estuviera loco. Durante un momento pensó en lo extraño que era envejecer en un sitio que olía a algodón de azúcar.

-Bueno, acuérdate, Eddie, la semana que viene libro, a partir del lunes. Me voy a México.

Eddie asintió con la cabeza y Domínguez dio unos pasos de baile.

-Yo y Teresa. Vamos a ver a toda la familia. Una buena fiesta.

Dejó de bailar cuando se dio cuenta de que Eddie lo miraba fijamente.

-¿Has estado alguna vez? -dijo Domínguez.

-¿Dónde?

-En México.

Eddie echó aire por la nariz.

-Muchacho, yo nunca he estado en ninguna parte a la que no me mandaran con un fusil.

Siguió con la mirada a Domínguez, que volvía al fregadero. Pensó unos momentos. Luego sacó un pequeño fajo de billetes del bolsillo y apartó los únicos billetes de veinte que tenían, dos. Se los tendió.

-Cómprale algo bonito a tu mujer -dijo Eddie.

Domínguez miró el dinero, exhibió una gran sonrisa y dijo:

-Venga, hombre. ¿Estás seguro?

Eddie puso el dinero en la palma de la mano de Domínguez. Luego salió para volver a la zona de almacenamiento. Años atrás habían hecho un pequeño «agujero para pescar» en las tablas de la pasarela, y Eddie levantó el tapón de plástico. Tiró de un sedal de nailon que caía unos tres metros hasta el mar. Todavía tenía sujeto un trozo de mortadela.

-¿Pescamos algo? -gritó Domínguez-. ¡Dime que hemos pescado algo!

Eddie se preguntó cómo podría ser tan optimista aquel tipo. En aquel sedal nunca había nada.

-Cualquier día -gritó Domínguez- vamos a pescar un abadejo.

-Claro -murmuró Eddie, aunque sabía que nunca podrían pasar un pez por un agujero tan pequeño.

Cuando le quedaban diecinueve minutos en la tierra, Eddie se sentó por última vez en una vieja silla de playa de aluminio, con sus cortos y musculosos brazos cruzados en el pecho como las aletas de una foca. Sus piernas estaban rojas por el sol y en su rodilla izquierda todavía se distinguían cicatrices. La verdad es que gran parte del cuerpo de Eddie sugería que había sobrevivido a algún enfrentamiento. Sus dedos estaban doblados en ángulos imposibles debido a numerosas fracturas originadas por maquinaria variada. Le habían roto la nariz varias veces en lo que él llamaba «peleas de bar». Su cara de amplia mandíbula quizá había sido alguna vez armoniosa, del modo en que puede serlo la de un boxeador antes de recibir demasiados puñetazos.

Ahora Eddie sólo parecía cansado. Aquél era su puesto habitual en la pasarela del Ruby Pier, detrás de la Liebre, que en la década de 1980 fue el Rayo, que en la de 1970 fue la Anguila de Acero, que en la de 1960 fue el Pirulí Saltarín, que en la de 1950 fue Laff en la Noche, y que antes de eso fue la Pista de Baile Polvo de Estrellas.

Que fue donde Eddie conoció a Marguerite.

Catorce minutos para su muerte. Eddie se secó la frente con un pañuelo. Allá en el océano, diamantes de luz del sol bailaban en el agua, y Eddie contempló su vivo movimiento. No había vuelto a estar bien de pie desde la guerra.

Pero volvió a la Pista de Baile Polvo de Estrellas con Marguerite; allí Eddie había sido tocado por la gracia. Cerró los ojos y se abandonó a la evocación de la canción que les había unido, la que Judy Garland cantaba en aquella película. Se mezclaba dentro de su cabeza con la cacofonía de las olas rompiendo y los niños gritando en las atracciones.

-Hiciste que te amara...

Ssshhh.

-Yo no quería...

Splllaaashhh.

-... amarte... Ssshhh.

-... siempre lo sabrás, y siempre...

Splllaaashhh.

-... lo sabrás...

Eddie notó las manos de ella en sus hombros. Apretó los ojos con fuerza para hacer más vivido el recuerdo.

Doce minutos de vida.

-Perdone.

Una niña, puede que de unos ocho años, estaba de pie delante de él, tapándole el sol. Tenía rizos rubios y llevaba sandalias, unos vaqueros cortados y una camiseta verde lima que llevaba un pato de dibujos animados en la parte de delante. Amy, pensó que se llamaba. Amy o Annie. Había estado por allí muchas veces aquel verano, aunque Eddie nunca vio a una madre o a un padre.

-Perdooone -repitió la niña-. ¿Eddie Mantenimiento?

Eddie soltó un suspiro.

-Sólo Eddie -dijo.

-¿Eddie?

-¿Sí?

-¿Puede hacerme...?

Unió las manos como si rezara.

-Vamos, niña. No tengo todo el día.

-¿Puede hacerme un animal? ¿Puede?

Eddie alzó la vista, como si tuviera que pensarlo. Luego se buscó en el bolsillo de la camisa y sacó tres limpiapipas amarillos que llevaba con aquel objetivo.

-¡Qué bien! -dijo la niña dando palmadas.

Eddie empezó a retorcer los limpiapipas.

-¿Dónde están tus padres?

-Montando en las atracciones.

-¿Sin ti?

La niña se encogió de hombros.

-Mamá está con su novio.

Eddie alzó la vista. Ah.

Dobló los limpiapipas en varios círculos pequeños, luego enrolló con cuidado los círculos uno en torno a otro. Ahora le temblaban las manos, de modo que le llevaba más tiempo que antes, pero los limpiapipas pronto tenían la forma de una cabeza, unas orejas, cuerpo y un rabo.

-¿Un conejo? -dijo la niña.

Eddie guiñó el ojo.

-¡Graaacias!

La niña se puso a dar vueltas, perdida en ese sitio donde los niños ni siquiera saben que se les mueven los pies. Eddie se volvió a secar la frente, luego cerró los ojos, se hundió en la silla de playa y trató de que la vieja canción le volviera a la cabeza.

Una gaviota graznó mientras pasaba volando por encima de él.

¿Como eligen las personas sus últimas palabras? ¿Se dan cuenta de su importancia? ¿Han sido señaladas por el destino

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