Envia Una Vida En Diamond Dash
Enviado por juan1808 • 18 de Octubre de 2012 • 3.873 Palabras (16 Páginas) • 296 Visitas
PRÓLOGO
En la tarde del lunes 17, en medio de la amenaza de una tormenta de nieve, un jet bimotor de servicios locales despegó de una pista en las montañas y ascendió a los cielos sobre las Rocosas. A bordo iban doce pasajeros, todos ejecutivos de importantes corporaciones, y quienes habían concluido poco antes una conferencia sobre liderazgo que se llevó a cabo en un exclusivo centro de deportes invernales.
Se habían reunido el viernes anterior, llevando esquíes y botas y costosas vestimentas para la nieve, habiendo volado desde los cuatro puntos cardina¬les por cuenta de sus respectivas compañías. Tras una recepción-coctel de dos horas, un desconocido profesor se colocó detrás de un atril v empezó a describir principios de administración. Su asistente, de cabello canoso, hombros encorvados por años de dolor, manejaba el proyector de diapositivas desde la parte posterior del salón. Principios de liderazgo pasaban rápida¬mente a través de la lente del aparato e iluminaban una pantalla improvisada.
A los diez minutos de iniciada la conferencia, los ejecutivos se vetan notoriamente inquietos y desinteresados. El profesor subió ligeramente la voz, en un intento por continuar con sus puntos clave. La atención y respeto disminuyeron proporcionalmente.
En la parte posterior del salón, uno de ellos ojeaba abiertamente las cotizaciones de la bolsa del The Wall Street Journal. Otro abrió su portafolio sobre la mesa que tenía ante sí y empezó a susurrar en una micrograbadora, dictando un memorándum que había pospuesto por varios días.
Cuando el orador dio la espalda al grupo para exponer una gráfica en la pantalla, un director en la fila del frente se volvió hacia los que estaban detrás y simuló un bostezo reprimido. Un murmullo de risitas sofocadas corrió entre quienes lo observaron. Otro le cuchicheó a su vecino, diciendo, "¡Cuentos de hadas! ¡No son más que cuentos para niños!"
El profesor continuó, absorto en su presentación. Pero cuando se dio vuelta de la pantalla, no pudo evitar el observar tres asientos vacíos cerca de la salida posterior: Se estaban yendo; uno a uno, cada vez que les daba la espalda. Por la ventana, se podía ver que empezaba a caer la nieve. Pronto estarían perfectas las pistas. Aquellos que aún permanecían sentados, miraban ansiosos el exterior y empezaban a inquietarse, lanzando ostentosos miradas a sus relojes de pulsera.
Derrotado, el profesor pidió a su asistente que apagara la luz del proyector. En la oscuridad, sólo se podía oír el chirrido de las patas de la mesa y el arrastre de pies. La puerta de salida se abrió y salieron los rezagados, apresurándose hacia sus placeres privados.
El profesor olvidado se escabulló entre las sombras, caminó a tientas hasta la parte de atrás de la pantalla y desapareció, dejando a su asistente la tarea de disculparse con la última ejecutiva y acompañarla hasta la puerta.
Es posible que esta tenaz mujer se haya ido con la impresión de que el orador quedaba sumido en la vergüenza, oculto detrás de la cortina —un fracaso, totalmente anticuado, totalmente irrelevante.
Sin embargo, la realidad era otra. Ni estaba resentido ni avergonzado. Estaba pensando, echando pestes, enojado, planeando y urdiendo. Cuando oyó que se cerraba la puerta y que su asistente se acercaba a la cortina, se dirigió a él con una voz sorprendentemente confiada.
— ¿Ya se fueron todos?—preguntó.
—Sí señor, los doce. Y... señor...
— ¿Qué pasa?
—Si le sirve de consuelo, ¡o siento. Ésta fue mi idea, después de todo.
—No pienses en eso ni un momento más —dijo la voz sorprendentemente alterada desde la parte de atrás de la pantalla—. Tengo otras formas de enseñar, otras formas más efectivas. Lugares de reunión menos cómodos y confrontaciones inevitables. No te preocupes por el público —agregó en tono burlón—. ¡Qué se vayan al infierno!
Para esa hora, los ejecutivos ya se habían precipitado hada sus suites, se habían despojado de la ropa de viaje y puesto chaquetas rellenas con plumas y prendas de Itera. Algunos atacaron las pistas con la ferocidad característica de marineros llenos de ansiedad por tocar tierra y encontraren el puerto la taberna más cercana. Otros organizaron partidas de póquer con cuantiosas apuestas. Otros más corrieron a sus habitaciones y abrazaron sus teléfonos para establecer contacto con sus servicios de correo de voz con M pasión de amantes que se reencuentran. Y unos más, se sumergieron en tinas de hidromasaje, sus cuerpos y pensamientos desapareciendo en el vapor y la rendición. Todos olvidaron al profesor y su asistente, y lo que fuera que hubiese tratado de enseñarles.
Así, el largo fin de semana pasó para algunos de los más poderosos del mundo. Cuando terminó, varios estaban bronceados por la penetrante luz del sol de las colinas de cristal y azúcar. Unos eran más ricos, oíros más pobres. Unos cuantos se frotaban las rodillas suplicando siquiera una hora más en las tinas de hidromasaje. Otros se crispaban nerviosos en sus costosos trajes de negocios —visiblemente ansiosos por volver a la tensión y emoción de la caza corporativa.
Se reunieron en el pequeño hangar de aviación general, abordaron un jet de vuelos locales, se reclinaron en sus asientos y se acomodaron para el corto vuelo hasta Denver.
En la torre de control de tráfico aéreo de Stapleton, la pequeña nave apareció primero como un parpadeo constante, de movimiento veloz. Un joven controlador vigilaba la pantalla con un ojo y con el otro observaba el creciente tamaño y frecuencia de los copos de nieve por la manchada ventana.
Aves invernales en camino a casa, murmuró para sí mismo, después estrujó el vaso del café y lo lanzó a través del pequeño local hacia un cesto rebosante. La bola de pulpa húmeda chocó contra un escritorio gris de metal contiguo al bote, rebotó en un ladrillo color crema de la pared y cayó en el cilindro. Satisfecho, el controlador volvió su atención a la pantalla, a las aves invernales, al parpadeo que se acercaba en el radar. Había desaparecido.
Oprimió los controles de resolución de la pantalla, brincó con una descarga de adrenalina, se frotó los ojos y acercó más a la pantalla su silla metálica. El AspenAir 409 se había esfumado.
Nuevas señales que surgían de los bordes de la pantalla distraían su atención y quedaron a la vista más aviones que arribaban a Denver como polillas atraídas a una llama. Más trayectorias que controlar, más personas que proteger. ¿Pero dónde estaba el AspenAir 409?
El pánico es contagioso. En unos cuantos segundos, dos supervisores se apretaron sobre el hombro del controlador, reprendiéndolo y ayudándolo al mismo tiempo.
...