Homenaje a Constantino Carvallo

          Que los lectores de Perú.21 me disculpen por este enésimo homenaje a Constantino Carvallo. Supongo que él habría sido el primero en sorprenderse –y seguramente en incomodarse– por esta avalancha de testimonios de aprecio y admiración, expresados por televisión, prensa escrita, radio y la blogósfera, por personas de todas las edades y procedencias. Como ya muchos han señalado los méritos de su obra considerable, valiosa y solidaria, en diversos ámbitos, me voy a permitir referirme a un aspecto más personal. Esto requiere una breve precisión contextual.

          Conocí a Constantino en el colegio y compartimos asimismo los memorables patios de letras de la PUCP, donde él optó por Filosofía, al igual que su hermano –mi amigo de hace más de cuarenta años, Fernando– y yo por Psicología. Teníamos la misma edad. Fui enamorado de su hermana Carmen y así él conoció a la mía, Dehera, con quien tuvo a sus dos hijos mayores, mis sobrinos Martín y Melisa Carvallo Bruce. Mi hijo Manuel fue su alumno en Los Reyes Rojos. Como se ve, nos unía –y en ocasiones separaba– una entrañable maraña de vínculos familiares. Fue Melisa quien señaló, delante de su ataúd, algo que solo ella y sus hermanos, Martín, Alejandro y Camila podían saber a ciencia cierta: antes que ser el extraordinario educador y pensador que ya nos está haciendo falta, Constantino fue un padre amoroso y sabio.

          Debo admitir que por haberlo conocido en épocas más turbulentas y complicadas –recuerdo haberlo visto de muy joven tirado en el piso, mirando fijamente no el cielo ni el techo sino la parte de abajo de la mesa– me asombra y maravilla su evolución, hasta convertirse en esa persona cuya radical autenticidad y esencial originalidad ha dejado una huella que recién comenzamos a descifrar (he leído que este año pensaba publicar tres libros, uno de los cuales una novela, los que aguardo con impaciencia).

          Lo que Melisa nos contó esa tarde a quienes asistimos al funeral, con una entereza que habría alegrado a su padre, fue una anécdota profundamente reveladora de las ideas que él supo enseñarles a sus hijos, así como a treinta promociones de su colegio. Habían salido a comer en familia, cuando recibieron la noticia de que unos malhechores habían entrado a robar a su casa. Constantino opinó que ya no había nada que hacer, salvo seguir comiendo y pasándola bien, cosa que hicieron. Al llegar a casa comprobaron que los ladrones la habían 'limpiado’. Entonces Constantino les dijo: “mañana voy a conseguir plata y voy a reponer todo lo que falta, pero de mejor calidad, para que el bien triunfe sobre el mal”. Al escuchar ese relato comprendí por qué tanta tristeza y a la vez una sutil atmósfera de reconciliación y afecto nos embargaban a los presentes.

          Era como si su legado nos hubiera tocado, tal como ha tocado a tanta gente que, sin necesidad de haberlo conocido, ha sentido la pérdida prematura e injusta de un maestro, un amigo, un padre. No obstante, ahora que se exalta tanto el éxito económico, la rutilancia mediática, el culto narcisista de las apariencias, nos reconforta saber que existen hombres y mujeres como Constantino, capaces de tomar las cosas con filosofía, lo cual –explica su colega Fernando Savater– significa hacerlo con alegría. Para que la vida no se deje corromper por la muerte. Para que el bien, en este país que tanto lo necesita, triunfe sobre el mal.

...