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LA TRISTEZA DE AMAR CUANDO MENOS LO SIENTES LA MUJER ADULTERA Por ALBERT CAMUS


Enviado por   •  12 de Noviembre de 2013  •  2.300 Palabras (10 Páginas)  •  954 Visitas

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LA TRISTEZA DE AMAR CUANDO MENOS LO SIENTES

LA MUJER ADULTERA por ALBERT CAMUS

Albert Camus Sintes fue un novelista, ensayista, dramaturgo, filósofo y periodista francés nacido en Argelia. En su variada obra desarrolló un humanismo fundado en la conciencia del absurdo de la condición humana. Empezó estudios de filosofía que no pudo concluir debido a que enfermó de tuberculosis. Formó entonces una compañía de teatro de aficionados que representaba obras clásicas ante un auditorio integrado por trabajadores. Luego ejerció como periodista durante un corto período de tiempo en un diario de la capital argelina.

En 1939 publicó Bodas, conjunto de artículos que incluyen numerosas reflexiones inspiradas en sus lecturas y viajes. Empezó a ser conocido en 1942, cuando se publicaron su novela corta El extranjero, ambientada en Argelia, y el ensayo El mito de Sísifo, obras que se complementan y que reflejan la influencia que sobre él tuvo el existencialismo, al influjo se materializa en una visión del destino humano como absurdo. Durante la Segunda Guerra Mundial se implicó en los acontecimientos del momento: militó en la Resistencia y fue uno de los fundadores del periódico clandestino Combat, y de 1945 a 1947, su director y editorialista. Albert Camus fue el signo de una inteligencia no prejuiciosa. De una sensibilidad hastiada revestida de la energía propia de los seres de salud frágil, se liberó del mundo aferrado a la verdad. Porque era una verdad sin libertad.

Hacía rato que una mosca flaca daba vueltas por el autocar que sin embargo tenía los cristales levantados. Iba y venía sin ruido, insólita, con un vuelo extenuado. Janine la perdió de vista, después la vio aterrizar en la mano inmóvil de su marido. Hacía frío. La mosca se estremecía con el viento cargado de arena que rechinaba contra los cristales a cada ráfaga. En la escasa luz de la madrugada de invierno el vehículo rodaba, oscilaba y avanzaba a duras penas con gran ruido de ejes y chapas. Janine miró a su marido. Con aquellos espigados cabellos grises que nacían bajos en una frente apretada, su nariz ancha, su boca irregular, Marcel tenía un aspecto de fauno desdeñoso. A cada bache de la carretera le sentía saltar junto a ella. Después dejaba caer su torso pesado sobre sus piernas separadas, y de nuevo permanecía inerte, con la mirada fija, ausente. Únicamente sus gruesas manos lampiñas, que la franela gris que cubría las mangas de la camisa y las muñecas hacía parecer aún más cortas, parecían estar en acción. Apretaban con tanta fuerza una pequeña maleta de lona colocada entre sus rodillas que no parecían sentir el titubeante recorrido de la mosca.

De repente se oyó con nitidez el aullido del viento, y la bruma mineral que rodeaba al autocar se hizo aún más espesa. La arena caía ahora a puñados sobre los cristales, como arrojada por manos invisibles. La mosca agitó un ala friolera, se agachó sobre sus patas y alzó el vuelo. El autocar aminoró la marcha dando la impresión de que estaba a punto de detenerse. Después el viento pareció calmarse, la bruma se aclaró un poco y el vehículo recuperó velocidad. En el paisaje ahogado por el polvo se abrieron agujeros de luz. Dos o tres palmeras escuálidas y blanquecinas, que parecían recortadas en metal, surgieron en el cristal para desaparecer al instante.

El autocar estaba lleno de árabes que fingían dormir sepultados en sus chilabas. Algunos habían recogido los pies debajo del asiento y oscilaban más que los otros con el movimiento del vehículo. Su silencio, su impasibilidad, terminaban por resultar ominosos a Janine; le parecía que hacía días que viajaba con aquella escolta muda. Sin embargo el autocar había salido al amanecer de la terminal de ferrocarril, y hacía dos horas que avanzaba en la mañana fría por un páramo pedregoso, desolado, que al menos al principio se extendía en líneas rectas hacia horizontes rojizos. Pero se había levantado el viento y poco a poco se había tragado la inmensa llanura. A partir de aquel momento los viajeros no habían podido ver nada más; se habían ido callando uno tras otro para navegar en silencio por una especie de noche blanca, enjugándose a ratos los labios y los ojos, irritados por la arena que se infiltraba en el coche.

«¡Janine!» El grito de su marido la sobresaltó. Pensó una vez más en lo ridículo de aquel nombre, grande y fuerte, lo mismo que ella. Marcel quería saber dónde estaba el maletín de las muestras. Ella exploró con el pie el espacio vacío debajo del asiento, encontró un objeto y dedujo que era el maletín. De hecho no podía agacharse sin sofocarse un poco. Sin embargo en el colegio era la primera en gimnasia y sus pulmones eran inagotables. ¿Tanto tiempo hacía de eso? Veinticinco años. Pero veinticinco años no eran nada, porque le parecía que era ayer cuando aún dudaba entre la vida libre y el matrimonio, y que era ayer también cuando pensaba con angustia en el día en que quizá envejecería sola. No estaba sola, y aquel estudiante de Derecho que no quería dejarla nunca se encontraba ahora a su lado. Había terminado por aceptarle, aunque fuera un poco bajito y aunque no le gustara demasiado su risa ávida y breve, ni sus ojos negros demasiado saltones. Pero le gustaban sus ganas de vivir, algo que compartía con los franceses de aquel país. También le gustaba su aspecto lamentable cuando los acontecimientos, o los hombres, no respondían a sus expectativas. Sobre todo le gustaba ser amada, y él la había inundado de atenciones. Haciéndole sentir tan a menudo que ella existía para él, la hacía existir realmente. No, no estaba sola...

El autocar se abrió paso entre obstáculos invisibles con grandes toques de bocina. Sin embargo en el coche nadie se movió. De repente Janine sintió que alguien la miraba y se volvió hacia el asiento contiguo al suyo, del otro lado del pasillo. Aquel individuo no era un árabe y le extrañó no haberlo advertido al principio. Llevaba el uniforme de las unidades francesas del Sahara y un quepis de tela parda sobre un curtido rostro de chacal, largo y puntiagudo. La examinaba con sus ojos claros, fijamente, con una especie de hastío. De repente ella se ruborizó y se volvió hacia su marido que seguía mirando hacia el frente, hacia la bruma y el viento. Se arropó en el abrigo. Pero aún seguía viendo al soldado francés, alto y delgado, tan delgado en su guerrera ajustada que parecía fabricado con algún material seco y frío, una mezcla de arena y huesos. Fue entonces cuando vio las manos flacas y el rostro quemado de los árabes que iban delante de ella,

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