La Enfermedad De La Perla
Enviado por Julianavalencia • 27 de Mayo de 2013 • 3.220 Palabras (13 Páginas) • 607 Visitas
Por William Ospina *
Una tarde de 1543, los habitantes de la isla de Cubagua, frente a las costas de Cumaná, en Venezuela, vieron el cielo ennegrecerse ante el avance de una poderosa tempestad. Como si otro océano se desbordara sobre el Caribe, grandes torrentes inundaron la isla y el furor de los vientos arrasó sin remedio las casas, los palacios y las fortalezas de Nueva Cádiz, una de las primeras ciudades fundadas en América por los españoles. Entre las muchas gentes que corrían desconcertadas bajo los remolinos del agua y del viento, abrumadas por un estruendo desconocido que venía al mismo tiempo de la tierra y del mar, y que vieron desaparecer en una noche moradas y riquezas, estaba un joven de 20 años que entonces no era más que un aventurero arrojado por el azar a las islas de América, pero a quien se le iba a conceder uno de los destinos más notables de su tiempo.
Había nacido en Alanis, pueblo andaluz que, fiel a su nombre, tiene dos alanos rampantes en su escudo de armas; se llamaba Juan de Castellanos, y hacía unos tres años andaba de isla en isla, buscando fortuna, preguntándose si su destino sería el comercio o las expediciones guerreras, la riqueza ganada por las armas, la fama ganada por los hechos, o una gloria imprevisible como héroe o como mártir. Todo era posible en aquel tiempo, cuando España era dueña del mundo, y un nuevo continente acababa de surgir de los mares como un sueño desmesurado e inexplorado, lleno de terrores y de promesas.
Mucho tiempo después contaría que aquella tempestad le hizo envidiar a los muertos, que en un momento sintió que hasta las casas parecían huir, que las calles se habían convertido en ríos, que todo lo que había sido morada era peligro, que el cielo de pronto pareció una ceiba gigantesca a la que están derribando con sus hachas los leñadores, que el aire huracanado parecía una batalla en la que se rompían juntas muchas lanzas, que estaban en guerra rigurosa todos los vientos y que el mar era mucho más alto que la tierra.
En cuanto cesaron la furia del viento y el estruendo del mar, los pálidos y aterrorizados isleños decidieron huir hacia la vecina isla de Margarita, y los barcos de un capitán llamado Niebla y de Juan Cabello se llevaron para siempre a los pobladores. Pero con aquella retirada concluía uno de los episodios más dignos de memoria de la conquista de América: el modo como en sólo 50 años una pequeña isla desierta se convirtió en una ciudad fabulosa que atraía comerciantes y aventureros de todas partes, y cómo, una vez llegada a su esplendor, una progresión de hechos de sangre y de conmociones naturales la convirtieron de nuevo en un islote despoblado y perdido.
A pocos años del descubrimiento de América, el nombre de Cubagua ya frecuentaba los labios de los aristócratas de Europa, y se lo pronunciaba con admiración y codicia en las grandes ferias de Augsburgo y de Brujas. La causa de aquélla era a la vez sencilla y espléndida: de Cubagua salían sin cesar las más famosas perlas de Occidente.
En su tercer viaje, ya descubiertas las grandes islas, Colón y sus marinos habían desviado el rumbo hacia el sur, y en lugar de adentrarse una vez más por los archipiélagos del Caribe entraron en un golfo inesperado e inmenso y bebieron, creyendo que era el agua sagrada del Ganges, el agua dulce del Orinoco. Aquellas playas llenas de pájaros de muchos colores eran para sus ojos el Asia, y así, bordeando la isla de Trinidad, salieron del golfo de Paria y contemplaron, en una asombrada navegación de cabotaje, el mundo enorme que se abría frente a ellos. Ante las costas de lo que sería Venezuela, y junto a la paradisíaca isla de Margarita, estaba Cubagua.
Fue el propio Colón quien advirtió con extrañeza que, junto a aquel islote reseco y deforme, había nativos en agudas embarcaciones que largamente se sumergían en el mar, y volvían trayendo en los cestillos algo que descargaban en las canoas. La mirada que había explorado con ansiedad lo inmenso se detenía ahora en lo diminuto, llena de la misma curiosidad. Los indígenas, al advertir la nave, se replegaron asustados hacia la costa, y allí prepararon con sobresalto sus arcos, pero desde los botes los hombres de Colón los halagaban, hasta que les permitieron acercarse. Podemos imaginar por igual la escena y el asombro de los navegantes. Aquellos nativos desnudos de las costas del mundo nuevo estaban adornados de perlas. En los brazos, en las piernas, en los cuellos, mujeres y varones llevaban largas sartas de perlas, y era eso lo que extraían de las paredes sumergidas de la isla y de las praderas marinas.
Cambiadas por cuentas de vidrio y por cascabeles, cada una de las primeras perlas que adquirieron los marineros llevaba una noticia deslumbrante. De modo que aunque Colón, que exultaba de dicha, quería mantener en secreto su descubrimiento, la fama de los ostiales de Cubagua se extendió por los mares; muy pronto aquel estéril peñasco sin ríos ni fuentes ni árboles fue asediado por nativos de todo tipo, y creció un campamento de toldos y de tiendas que en seguida se exaltó en ranchería y en pueblo y en ciudad. Desde 1496, año del primer hallazgo, la muchedumbre de los aventureros y los contratantes no dejó de crecer, y los pueblos nativos de las costas vecinas, que habían intimado por siglos con el mar y que habían hecho de aquellos ostiales un goce sencillo y un juego misterioso, vieron convertirse su templo marino en un inesperado horror. Ninguno de ellos se había establecido nunca en Cubagua, porque a pesar de su nombre la isla de piedras y espinas no tenía agua que pudiera beberse. Sin embargo, fue tal la prosperidad, que uno de los negocios más rentables era el de los barcos que traían el agua desde Cumaná para abastecer a los pobladores de esa ciudad recién inventada, en la que había ya palacios y fortalezas.
Y en las terrazas y en las calles y en la orilla había riqueza y abundancia, casas torreadas, altos y soberbios edificios, gentes prósperas y felices; las perlas de Cubagua iban de mano en mano por el mundo, y en Sevilla y en Toledo crecían las contrataciones. Pero tal demanda requería que los únicos seres capaces de extraer de las profundidades las ostras y las perlas, los indios de la costa cercana, trabajaran cada día más, y se sumergieran con mayor frecuencia, y más largas jornadas, y desde más jóvenes, ojalá por más tiempo cada vez, en las aguas maravillosas de Cubagua. Y así la riqueza, como siempre ocurre, se convirtió para unos en maldición, y los pobres nativos de Cumaná vieron su paraíso transformado en infierno. Pasando el día entero en esas inmersiones inmisericordes, los jóvenes vivían poco tiempo y un día sus pulmones reventaban por el esfuerzo. Entonces quisieron negarse a bucear, y reconquistar la libertad que habían perdido. Pero el
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