La Malditas Bocinas
Enviado por diego2711 • 4 de Julio de 2014 • 426 Palabras (2 Páginas) • 190 Visitas
El chillido de una patrulla despertó a Felipe. Fue un ruido casi onomatopéyico. En ese instante, recordó su ubicación: el centro de la ciudad.
—No está permitido dormir en el trabajo —vociferó el señor Carrasco con la voz cargada de histeria—. Todos los días discutimos por lo mismo muchachón.
—Lo siento mucho, señor Carrasco —dijo Felipe cargado de una somnolencia crónica—.Llevo varios días sin poder conciliar el sueño. Creo que debo visitar a un médico.
Aletargado y exhausto, Felipe retornó a sus labores. Le pesaba la vista. Le pesaban los párpados. Le faltaban las ganas para cumplir con su rol de mesero. Esa mañana, le resultaba la menos propicia para actuar de mesero. Le sobraban razones para huir del lugar. Sin embargo, estaba resignado a cumplir con la jornada: ocho monótonas horas diarias.
La afluencia de público fue bastante moderada: dos turistas angloparlantes, dos señoras católicas, dos viejos amigos y un par de gitanos. La situación estaba bajo control. La pollería lucía casi vacía. Felipe temía la llegada de más personas. Temía, al mismo tiempo, la partida de Sandra: la propietaria de sus pensamientos. Mientras sostenía un pollo caliente, le preocupaba quedarse solo en aquella caótica urbe. Le preocupaba dedicarle su vida entera al negocio del señor Carrasco.
Antes de la llegada de otros clientes, Felipe ya había huido del restaurante. Se fue sin avisar. Sin importarle como quedarían las personas sin el pollo frito sobre sus mesas. No le importó tampoco perder su trabajo. Perder su único medio de subsistencia. Solo quería despedir a Sandra. Decirle algunas palabras pendientes. Atravesó las arterias del longevo jirón de la unión. Los edificios multicolores parecían hablarle. Parecían decirle que Sandra no iba a querer escucharlo. No iba a prestarle atención a un simple mesero: un mesero despedido.
—Hasta luego, Sandrita —alcanzó a decirle con toda su frustración en el paladar—.Quisiera acompañarte Sandrita. Esta ciudad me va a matar. Terminará por absorber mis últimas buenas intenciones. Enhorabuena decidiste irte.
Con la sonrisa esfumada del rostro, Felipe caminó con rumbo a la plaza San Martín. Le resultaba un camino largo. Le resultaba un instante perpetuo. Su vida carecía de Sandra. Carecía, en efecto, de aquello que le inspiraba tranquilidad. Esa poca tranquilidad que le quedaba. La vida en el centro era dura. Se vivía despierto casi todo el día. Se vivía y no se dormía. Los ruidos de las bocinas eran alarmas fuertes. Aquellas bocinas lo despertaban siempre. En el trabajo, en su habitación, en la habitación de Sandra, siempre lo despertaban las bocinas. Eran el motivo de su creciente antipatía: las malditas bocinas.
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