La Mano De La Reja
Enviado por sinanava • 12 de Diciembre de 2014 • 1.938 Palabras (8 Páginas) • 294 Visitas
LA MANO DE LA REJA
Calzada Fray Antonio de San Miguel
LA CALZADA DE GUADALUPE de Morelia es una obra monumental de los pasados siglos. Uno de los arcos del acueducto romano que condujo el agua en otro tiempo le sirve de pórtico. Dos filas de añosos y copados fresnos corren a lo largo de la calzada entrelazando sus frondas fingen una bóveda de verdor obscuro. De uno y otro lado banquetas de cantería toscamente labradas sirven de asiento para tomar el fresco a la sombra en las horas calurosas. Más allá por ambos lados también se elevan mansiones señoriales, casasquintas coloniales envueltas en mantos de rosas. Le sirve de fondo el santuario de Guadalupe rodeado de cipreses y coronado con su torre y cúpula bizantina sobresaliendo por encima de un cerco de cipreses. Es tan espesa la bóveda que forma el ramaje de los fresnos que cuesta trabajo al Sol atravesarla y cuando lo hace enriquece el ambiente con un tenue polvo de oro y el disparejo pavimento con manchas de luz y sombra que complacen el alma. El aire que allí se respira viene siempre perfumado con los más exquisitos aromas de las mosquetas y madreselvas que se cultivan en el vecino bosque de San Pedro. Los pajarillos que viven entre sus frondas alegran el oído con sus cantos jamás interrumpidos. !Cuán apacible es la vida de esa parte de Morelia! Principalmente durante las noches de luna en que todos los rumores se apagan, todos los cantos cesan y todas las vagas tristezas renacen a porfía. Del lado derecho, al empezar la fila de casas, hay una que llama desde luego la atención por su aspecto señorial y antiguo, por sus balcones labrados en piedra y por las rejas de sus sótanos. Tiene una huerta circuida de un muro encalado cubierto de manchones verdes de musgo y ennegrecido por la lluvia y el polvo. Por cima sobresalen los fresnos, los cedros y los cipreses envueltos en mantos de camelinas, rosas, campanillas. La algarabía que por la tarde forman allí las urracas de pecho amarillo, no tiene nombre. Parece un concierto colosal de arpas que se desborda como cascada de sonidos delicados y penetrantes, formando al caer un río de sonora espuma.
En esa casa que moraba hace muchos años, muchisímos años un hidalgo tan noble como el Sol y tan pobre como la luna, sus abuelos allá en la madre patria, habían hospedado en su casa a don Carlos V y a don Felipe II, su padre había sido real trinchante, camarero secreto y guardia de corps de don Felipe V, y él, últimamente había desempeñado en la corte un cargo de honor que, despertando las envidias primero y las iras después, de los privados y favoritos, había tenido que refugiarse en este rinconcito de la Nueva España que se llamó Valladolid, para ponerse a cubierto de unas y otras. Era don Juan Nuñez de Castro, hidalgo de esclarecido linaje y sangre más azul que la de muchos.
Vinieron con el de España, su esposa doña Margarita de Estrada y su hija única doña Leonor. Era doña Margarita, segunda esposa, como de cuarenta años, gruesa de cuerpo. Hablaba tan ronca como un sochantre. Su pupila azul parecía nadar en un fluido de luz gris dentro de un cerco de pestañas desteñidas. La nariz roja y curva como de guila le daba el aspecto de haber sido en su tiempo gitana de pura sangre. Era rabiosa, más que un perro y furibunda como pantera. Con el lujo desplegado en la corte arruino a su marido irremediablemente.Y hoy en día, casi expatriados, en un medio que no era el suyo, consumía los restos de su antiguo esplendor y riqueza.
Era doña Leonor, entenada de doña Margarita e hija de la primera esposa de don Juan. Su belleza era sólo comparable a la de la azucena, blanca como sus pétalos y rubia como los estigmas de sus estambres.
Su cabellera rubia le envolvía la cabeza como en un nimbo de oro. Su nariz recta y sonrosada. Su boca pequeña, roja como cacho de granada. Sus labios delgados y rojos que al plegarse para sonreír mostraban dos hileras de dientes diminutos y apretados como perlas en su concha. Sus pupilas azules como el cielo parecían dos estrellas circuidas de un resplandor de luz dorada e intensa. Su cuerpo esbelto y delgado como una palma del desierto. De un temperamento dulce y apacible, de una delicadeza y finura incomparable que revelaba a las claras el origen noble de su madre.
Madrastra y entenada eran una verdadera antítesis. Un contraste de carácteres. Mas como la gitana había dominado a don Juan, lo había hecho también con Leonor, quien sufría constantemente las vejaciones que el destierro de la corte, la miseria de su situación y las pretensiones de su madrastra la hacían sufrir sin remedio. No podía la noble muchacha asomarse a la ventana, ni salir a paseo ni tener amigas, ni adornarse, ni siquiera dar a conocer que existía. Debía estar constantemente o en la cocina guisando o en el lavadero lavando o en las piezas barriendo. Jamás había de levantar los ojos para ver a nadie. Y !ay de ella!, si contrariando las órdenes que se le habían dado se asomaba al balcón o se adornaba, pues que había en casa sanquintín, perdiendo Leonor en todo caso.
Vino a Valladolid un noble de la corte del virrey a pasar semana santa como era costumbre en aquella época, y habiendo visto a Leonor en las visitas de monumentos quedó en seguida prendado de su hermosura. Ella por su parte no miró con malos ojos al pretendiente y desde luego, mediando el oro, recibió una carta en que se le consultaba su voluntad. No tardo mucho en contestarla, citando al galán para las ocho de la noche en la reja del sótano, lugar donde para sustraerla de las
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