La Mente En Blanco

Era frágil. La tez blanquecina, el rostro anguloso. Siempre abatido, con un halo de melancolía envolviéndolo constantemente. Es sencillo imaginarlo en los lugares desde los que partieron sus cartas, escribiendo sentado frente al crepitar de la chimenea, bajo una manta en un París lluvioso y bullicioso; en el litoral italiano, en una terraza frente al Mediterráneo, observando al resto y a sí mismo en una reflexión eterna; en Roma, con el musitar de sus estanques siendo testigo de los trazos de su pluma, palabras que llenan páginas y páginas de cartas dirigidas a un niño poeta que se hace hombre en su compañía.

Resulta contraproducente reseñar la obra de Rainer María Rilke, porque como él mismo decía: “Las obras de arte viven en medio de una soledad infinita, y a nada son menos accesibles como a la crítica. Sólo el amor alcanza a comprenderlas y hacerlas suyas: sólo él puede ser justo para con ellas”. Pero es que amar Cartas a un joven poeta no es tarea complicada. Parten de un deseo y concluyen en una realidad a la que todos aspiramos de algún modo u otro: el entendimiento de nuestra propia naturaleza.

La obra es un epistolario que bien podría ser una pequeña biblia sobre el acto de madurar, una enciclopedia de ese tiempo situado en las coordenadas de la ansiedad, del desconcierto y de la búsqueda de respuestas. Mas las diez cartas son testimonio no sólo de la vida, sino de la riqueza del pensamiento de uno de los poetas más importantes del siglo XX.

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