Las Paredes Estan Frías
Enviado por vielivi • 17 de Junio de 2013 • 1.575 Palabras (7 Páginas) • 312 Visitas
Las paredes están frías
Autor: Truman Capote
—… así que Grant les ha dicho que vinieran a una fiesta fantástica y, bueno, ha sido así de fácil. La verdad, creo que ha sido una genialidad recogerlos, sólo Dios sabe que podrían resucitarnos de la tumba.
La chica que estaba hablando dio unos golpecitos a su cigarrillo para que la ceniza cayera a la alfombrilla persa y miró con aire contrito a su anfitriona.
Ésta enderezó su traje negro y elegante y frunció los labios, nerviosa. Era muy joven, menuda y perfecta. Un lustroso pelo negro enmarcaba su cara pálida, y su barra de labios era una pizca demasiado oscura. Eran más de las dos y estaba cansada y quería que se largasen todos, pero no era pan comido deshacerse de treinta personas, sobre todo cuando la mayoría estaba empapuzada del scotch de su padre. El ascensorista había subido dos veces para quejarse del ruido y ella, entonces, le había dado un whisky, que era lo que él quería, a fin de cuentas. Y ahora los marineros…, oh, al diablo todo.
—Está bien, Mildred, de verdad. ¿Qué son unos marinos de más o de menos? Dios, espero que no rompan nada. ¿Quieres volver a la cocina y ocuparte del hielo, por favor? Veré lo que puedo hacer con tus nuevos amigos.
—La verdad, querida, no creo que sea necesario. Por lo que he visto, se aclimatan con gran facilidad.
La anfitriona se encaminó hacia sus invitados repentinos.
Apiñados en un rincón de la sala, no hacían más que mirar y no tenían aspecto de sentirse muy a gusto.
El más guapo del sexteto giró su gorra, nervioso, y dijo:
—No sabíamos que había una fiesta así, señorita. Quiero decir que sobramos, ¿no?
—Pues claro que sois bien recibidos. ¿Qué demonios pintaríais aquí si yo no quisiera que os quedaseis?
El marino estaba azorado.
—Esa chica, la tal Mildred y su amiga, nos han ligado en alguno de los bares y no teníamos la menor idea de que veníamos a una casa así.
—Qué ridiculez, qué ridiculez más absoluta —dijo la anfitriona—. Sois del Sur, ¿verdad?
Él se encajó la gorra debajo del brazo y pareció más tranquilo.
—Yo soy de Mississippi. Supongo que nunca ha estado allí, ¿verdad, señorita?
Ella apartó la mirada hacia la ventana y se pasó la lengua por los labios. Estaba cansada, cansadísima de aquello.
—Oh, sí —mintió—. Un estado precioso.
Él sonrió.
—Debe de confundirlo con algún otro sitio, señorita. No hay gran cosa que ver en Mississippi, excepto quizás en la zona de Natchez.
—Claro, Natchez. Fui a la escuela con una chica de Natchez. Elizabeth Kimberly, ¿la conoces?
—No, no puedo decir que la conozca.
De repente ella se percató de que se había quedado sola con el marinero; todos sus compañeros se habían acercado al piano donde Les estaba tocando algo de Porten. Mildred tenía razón en lo de aclimatarse.
—Ven —dijo ella—. Te pondré una copa. Ellos saben apañárselas. Me llamo Louise, así que por favor no me llames señorita.
—Mi hermana también se llama Louise. Yo soy Jake.
—Vaya, ¿no es encantador? Me refiero a la coincidencia.
Se alisó el pelo y sonrió con los labios pintados de un tono demasiado oscuro.
Entraron en el tugurio y supo que el marinero estaba observando cómo se balanceaba su vestido alrededor de las caderas. Se agachó para pasar por la puerta que llevaba al otro lado del mostrador.
—Bueno —dijo—, ¿qué va a ser? Me olvidaba, tenemos scotch y whisky de centeno y ron; ¿qué te parece una copa de ron y Coca-Cola?
—Si tú lo dices —sonrió él, deslizando la mano a lo largo de la superficie del mostrador, que se reflejaba en el espejo—. ¿Sabes?, nunca había visto un sitio como éste. Parece salido de una película.
Ella revolvió rápidamente con un bastoncillo el hielo dentro de un vaso.
—Si quieres, te lo enseño entero por cuarenta centavos. Es bastante grande; para ser un apartamento, me refiero. Tenemos una casa de campo que es mucho, mucho más grande.
No sonó bien. Era demasiado altanero. Se volvió y repuso en su hueco la botella de ron. Veía en el espejo que él la miraba, a ella o quizás a través de ella.
—¿Qué edad tienes? —preguntó él.
Ella tuvo que pensarlo un minuto, pensarlo de verdad. Mentía tan continuamente sobre su edad que a veces ella misma olvidaba la verdadera. ¿En qué cambiaba las cosas que él supiera o no su edad? Así que se la dijo.
—Dieciséis.
—¿Y nunca te han besado…?
Ella se rió, no del tópico sino de su propia respuesta.
—O sea, violado.
Ella estaba frente a él y vio en su cara sobresalto y después diversión y después algo distinto.
—Oh, por lo que más quieras, no me mires así. No soy mala chica.
...