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Libro La Ballena Varada


Enviado por   •  18 de Mayo de 2015  •  18.950 Palabras (76 Páginas)  •  314 Visitas

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LA BALLENA VARADA

I

Sebastian se levanto ese día con una extraña sensación en el cuerpo. El recuerdo del sueño tenido aquella madrugada era aún más extraño. Se veía nadando con dificultad en un estrecho río pantanoso, braceando desesperadamente hacía la orilla. Trataba de aferrarse a las raíces de un árbol, pero cuando creía tenerlas al alcance de sus manos, las raíces se alejaban como un espejismo.

Miró el viejo reloj que reposaba en la mesita de noche y vio que faltaban cinco minutos para las seis. Ya no podía dormir, como era su costumbre, hasta las siete de la mañana. Con temor de verse nuevamente en el sueño, nadando sobre una superficie gelatinosa, decidió levantarse de la cama. Y aunque tenía la impresión de haberse despertado con el cuerpo impregnado de fango, no se dedicó al acostumbrado aseo personal. La inquietud aumentaba a medida que caminaba por el cuarto y se restregaba los ojos, como si quisiera deshacerse de una molesta cortina de legañas.

Algo desconocido le estaba sucediendo. En días normales, Sebastián se bañaba y, mientras lo hacía recordaba viejas canciones. A medida que las recordaba empezaba a tararearlas, hasta que conseguía que la melodía lo llevara a la exactitud de las

palabras. Entonces cantaba con la voz infantil más hermosa de la Bahía. Cantaba, primero en voz baja, como si susurrara. Poco a poco, cuando creía que no haría el ridículo, levantaba el tono. Todo ser vivo que lo escuchara –pensaba- interrumpiría en aquellos momentos sus quehaceres para dedicarse a escuchar al niño que cantaba canciones que sólo los viejos recordaban.

Aquella mañana, sin embargo, no le vino a la memoria ninguna canción ni el retazo de melodía alguna. Tal era su inquietud que ni siquiera deseó escaparse para tomarse un baño debajo de las chorreras de agua cristalinas que bajaban desde las montañas hacia las orillas del mar. Nada le hacía sentirse más limpio y libre que el baño debajo de una chorrera o bajo la tibieza de los aguaceros. El estruendo de la lluvia sobre los techos de cinc le parecía otra clase de música, muy distinta a la que creía oír cuando el mar se embravecía y él se dormía con la impresión de estar acompañado por la fuerza indomable de las marejadas

II

Se vistió apresuradamente con un pantalón caqui y una camisa floreada pero siguió sintiendo la inquietud, metida en su cuerpo y su conciencia. Algo distinto al sueño debía ser la causa de su estado, algo que nunca antes había sentido en sus pocos años de vida.

Salió al corredor delantero de la casa y detuvo la mirada en el horizonte, pero sentía ante sus ojos una espesa

telaraña que le impedía identificar a las embarcaciones que navegaban en la Bahía. Sólo alcanzó a entrever el bote de su padre por los colores vivos que lo adornaban. “Se que ese es el bote por los colores –se repitió-. Si no lo conociera, no podría distinguirlo”.

La barca pintada la semana anterior, navegaba por el costado izquierdo de la bahía. Sebastián sabía que aquel era el lugar preferido por su padre porque las aguas eran allí más profundas y la pesca más abundante. Para un pescador aficionado como don Carlos, la pesca se había convertido en una diversión productiva, en una disciplina diaria, diferente al trabajo que lo ocupaba durante ocho horas en el aserradero de su propiedad.

Sebastián seguía inmóvil y pensativo en el corredor, tratando de limpiar la vista. “Hoy almorzaremos pargo frito –pensó-. Arroz con coco, patacones y pargo frito”. El placer que le producía comer algo pescado o cazado por su padre, condujo al muchacho a sentir un gran orgullo de hijo, a admirar silenciosamente a ese hombre de cuarenta y cinco años, recto en sus costumbres y siempre generoso con familiares y amigos. Y el orgullo de hijo se empezó a hacerse más grande cuando todos aceptaron que, sin tratarse de un profesional de la mar, era el más hábil pescador de pargos y róbalos de Bahía Solano. Cuando la pesca era abundante, don Carlos era objeto de admiración y en ocasiones de agasajos. Para celebrar su éxito, invitaba a los amigos a una ronda de cerveza y les hablaba del

esfuerzo que había representado una pesca como aquella.

-No me feliciten –les decía-. En la pesca hay un poquito de esfuerzo y mucho de suerte.

-Es cierto, don Carlos –le replicaban algunos amigos-. Pero sucede que la suerte siempre decide ponerse de su parte.

El padre de Sebastián callaba. Lo hacía por humildad. Creía que su deber era pescar y no envanecerse por haber cumplido su deber. Bebía su cerveza a sorbos lentos y regresaba a casa después de haber vendido parte del pescado, de haberlo vendido o fiado sin importar si mañana o algún día le pagarían.

-Usted es muy bobo, don Carlos –le decía algún amigo-. Sólo debería fiar a los que le pagan.

-Prefiero fiar a regalar –respondía-. Así no se sienten humillados.

-Hoy almorzaremos…. –iba a decir Sebastián en voz baja cuando sintió la presencia de su madre en el corredor.

-¡Qué raro! –dijo ella a sus espaldas.

-¿Raro qué, mamá?

-Se levantó más temprano y no lo oí cantar.

-Me despertó un mal sueño –explicó el niño-. Por eso no pude recordar ninguna canción.

III

Sebastián inclinó el cuerpo sobre la baranda del corredor. Se restregó los ojos con los nudillos de los dedos y volvió a sentirse sucio, como si el lodo del sueño lo hubiera bañado por completo. Si lloviera –se dijo-, correría bajo la lluvia para quitarse de

encima las pesadas consecuencias da la pesadilla. Pero al mirar al cielo, supo que no llovería. Haría un día de sol, tal vez lloviznara por la tarde.

A sus ocho años cumplidos, ya sabía leer y escribir. Conocía las operaciones aritméticas y se creía buen alumno de geografía e historia, escribía con corrección y se dedicaba a redactar cartas de compromiso a cuanto extraño se lo solicitara. Lo hacía con elegante caligrafía, adornadas en las primeras letras con arabescos que daban un sello personal a su escritura. Lo que nadie sabía es que Sebastián copiaba en un cuaderno de tapas

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