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Los abogados tenemos remedio?


Enviado por   •  24 de Marzo de 2015  •  Práctica o problema  •  2.400 Palabras (10 Páginas)  •  233 Visitas

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¿Los abogados tenemos remedio?

1 Tal vez sea el único caso, pero creo que en cada abogado habitan cuatro colegas perfectamente distintos. Por un lado está el abogado que creemos que somos; junto a él, reside el profesional que la comunidad cree que somos; pero, sin duda, también pernocta en nosotros el abogado que realmente somos; y, finalmente, consume los mismos alimentos, aunque probablemente sea mayor su cuota de angustia, el abogado que debemos ser.

( él: el abogado que creemos que somos).

2 El estudio del primer abogado debemos descartarlo. Después de todo se trata de una experiencia vital, íntima, casi recóndita de cada colega. En consecuencia, se trata de una información tan variada como incognoscible. Tampoco creo que sea posible investigar los rasgos del tercero, porque el proceso para identificar sus verdaderas características supone un esfuerzo supremo de imparcialidad. Algo más, implica un grado de desafectación del investigador con el objeto de estudio, que supera la posibilidad de contar con un método científico confiable.

3 Una situación distinta se presenta con el segundo y el cuarto. En el segundo caso, podríamos no estar de acuerdo con lo que la sociedad piensa de nosotros, pero inobjetablemente es muy claro lo que somos para ella, solo se trata de tener el valor de asumirlo. Respecto al cuarto, tengo la impresión de que en cada abogado reposa el modelo de lo que debe ser. Esta vez, y a diferencia de cualquier otra profesión, la altísima responsabilidad de “trabajar” con valores nos devuelve cotidianamente la imagen de lo que debemos ser. Aunque en algunos casos, el espejo se vuelve convexo y lo que el colega ve reflejado es el abogado que fue alguna vez o el que pudo ser.

4 Tanto en el segundo como en el cuarto caso contamos con un sistema de conductas y otro de valores, respectivamente, que permiten una investigación prolija y transparente sobre lo que estamos siendo para los demás y sobre lo que podemos ser.

5 Describamos el segundo caso, no sin antes advertir que la fama del abogado no ha sido buena desde siempre. Para referirnos solo a nuestro antecedente occidental cristiano, recordemos que bajo el terror, los revolucionarios franceses suprimieron el ejercicio abogadil por ley del 3 Brumario, año II (24 de octubre de 1793).

6 También se decidió tal supresión durante el absolutismo, esta vez fue mandato de Federico de Prusia. Tiempo después, ya en este siglo, ocurrió lo mismo en Rusia y Hungría. Solo como curiosidad, nótese que algunos de los ejecutores de esta decisión fueron abogados, es el caso de Robespierre y Lenin. Finalmente, recordemos –para evitar tentaciones- que estas decisiones fueron prontamente rectificadas, como en el caso francés donde el decreto del l4 de mayo de 1810 restableció la abogacía para impedir el profesionalismo libre que había originado “una horda ávida y crapulosa”.

7 Otra área en donde se ha difundido nuestra dudosa fama ha sido la literatura. Recordemos a Shakespeare retratando a Porcia en El mercader de Venecia, a Anatole France describiendo al abogado Lemerle en Carinqueville, o a Manzoni ridiculizando a Azzecagarbugli en Promesi Sposi. También Aristófanes nos dedicó más de unas líneas en Las nubes y, por cierto, es notable el retrato que Víctor Hugo hace del maese Jaime Charmoine en Notre Dame. Sin embargo, a mi parecer la medalla se la lleva Racine, quien al ridiculizar al abogado en la figura de Chicanneau en Los litigantes dio nacimiento a un galicismo muy extendido: a la trampa procesal se le llama chicana y chicanero a quien la realiza.

El abogado en la Colonia también debió soportar el descrédito de la comunidad.

8 Aunque sumariamente, recuérdese que el abogado fue el único y último aliado que tuvo el marginado y explotado por el conquistador. Por eso, el poder central le tomó tirria y lo acusó de provocar pleitos sin más provecho que el propio. Así la mala fama se extendió y los ideales quedaron encubiertos. Fue por eso que los Reyes Católicos restringieron el ejercicio abogadil en las colonias por decretos dados en 1516 y 1528. El mismo Hernán Cortés pidió a Carlos V que prohibiera el ejercicio de la abogacía. Sin embargo, pocos años después, a efectos de resolver problemas de interpretación de las leyes, este formuló una junta de abogados. Don Hernán Cortés Monroy escupió al cielo.

9 Es notable el Acuerdo al que llegó el Cabildo de Buenos Aires en 1613 en el sentido de no permitir el ingreso a la ciudad de tres abogados. En uno de los fundamentos del Acuerdo se expresa que la presencia de letrados es peligrosa porque siempre que aparecen “(...) no faltan pleitos, trampas y marañas y otras disensiones en que resultaron a los pobres vecinos y moradores desinquietudes, gastos y pérdidas de hacienda”.

10 Lo cierto es que a pesar de distintos obstáculos, la profesión se ejerció en la Colonia. Inclusive la vocación justiciera del abogado determinó que el poder real se preocupara porque los colegas fuesen, de preferencia, personas ligadas a él. Solo así se explica una cédula del virrey Amat (1758) en la que, luego de expresarse las desventajas que significa admitir en el ejercicio de la abogacía a personas de origen “dudoso”, ordenó “(...) que se excluyen de ella a los zambos, mulatos y otras peores castas.”

11 Los antecedentes descritos enmarcan la situación actual, pero en ningún caso la determinan. Lo real es que, actualmente, el abogado es para la sociedad peruana un profesional altamente inconfiable. Dado que su fuente de trabajo se origina en la falta de confianza entre los ciudadanos o en el exceso de confianza mostrado por uno de ellos, forma parte del ideario social que alguna vez su ejercicio profesional llegará a ser prescindible. Tal parece que el abogado, al ser partícipe de los conflictos particulares, pasa a convertirse en un especialista en la miseria humana, tanto que muchas veces termina formando parte de ella.

12 Si un abogado se dedica a litigar, ávido de mejorar su mercado, se olvida muy pronto de que el nexo central de su relación con el cliente está dado por el análisis riguroso de la justicia del caso que recibe. El abogado debe ser el primer juez con quien se encuentra el cliente, pero no es así. Preocupado más bien por su interés patrimonial, termina llevando a los tribunales un caso al que solo su entrenada razón le permite frasearlo dándole un grado artificial de verosimilitud. Una vez presentada la demanda, empieza a actuar a fin de provocar que los recovecos del proceso le permitan sumar los puntos necesarios para obtener un triunfo que, por cierto, será también el éxito de la iniquidad, la mentira o la corrupción.

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