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Metamorfosis


Enviado por   •  27 de Julio de 2011  •  9.760 Palabras (40 Páginas)  •  779 Visitas

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Franz Kafka

La Metamorfosis

Una mañana, tras un sueño intranquilo, Gregorio Samsa se

despertó convertido en un monstruoso insecto. Estaba echado de

espaldas sobre un duro caparazón y, al alzar la cabeza, vio su vientre

convexo y oscuro, surcado por curvadas callosidades, sobre el que casi

no se aguantaba la colcha, que estaba a punto de escurrirse hasta el

suelo. Numerosas patas, penosamente delgadas en comparación con

el grosor normal de sus piernas, se agitaban sin concierto.

- ¿Qué me ha ocurrido?

No estaba soñando. Su habitación, una habitación normal,

aunque muy pequeña, tenía el aspecto habitual. Sobre la mesa había

desparramado un muestrario de paños -Samsa era viajante de

comercio-, y de la pared colgaba una estampa recientemente

recortada de una revista ilustrada y puesta en un marco dorado. La

estampa mostraba a una mujer tocada con un gorro de pieles,

envuelta en una estola también de pieles, y que, muy erguida,

esgrimía un amplio manguito, asimismo de piel, que ocultaba todo su

antebrazo.

Gregorio miró hacia la ventana; estaba nublado, y sobre el cinc

del alféizar repiqueteaban las gotas de lluvia, lo que le hizo sentir una

gran melancolía.

«Bueno –pensó–; ¿y si siguiese durmiendo un rato y me olvidase

de todas estas locuras?» Pero no era posible, pues Gregorio tenía la

costumbre de dormir sobre el lado derecho, y su actual estado no le

permitía adoptar tal postura. Por más que se esforzara volvía a quedar

de espaldas. Intentó en vano esta operación numerosas veces; cerró

los ojos para no tener que ver aquella confusa agitación de patas, que

no cesó hasta que notó en el costado un dolor leve y punzante, un

dolor jamás sentido hasta entonces.

- ¡Qué cansada es la profesión que he elegido! –se dijo–.

Siempre de viaje. Las preocupaciones son mucho mayores

cuando se trabaja fuera, por no hablar de las molestias

propias de los viajes: estar pendiente de los enlaces de los

trenes; la comida mala, irregular; relaciones que cambian

constantemente, que nunca llegan a ser verdaderamente

cordiales, y en las que no tienen cabida los sentimientos. ¡Al

diablo con todo!

Sintió en el vientre una ligera picazón. Lentamente, se estiró

sobre la espalda en dirección a la cabecera de la cama, para poder

alzar mejor la cabeza. Vio que el sitio que le picaba estaba cubierto de

extraños puntitos blancos. Intentó rascarse con una pata; pero tuvo

que retirarla inmediatamente, pues el roce le producía escalofríos.

- Estoy atontado de tanto madrugar –se dijo–. No duermo lo

suficiente. Hay viajantes que viven mucho mejor. Cuando a

media mañana regreso a la fonda para anotar los pedidos, me

los encuentro desayunando cómodamente sentados. Si yo,

con el jefe que tengo, hiciese lo mismo, me despedirían en el

acto. Lo cual, probablemente sería lo mejor que me podría

pasar. Si no fuese por mis padres, ya hace tiempo que me

hubiese marchado. Hubiera ido a ver el director y le habría

dicho todo lo que pienso. Se caería de la mesa, ésa sobre la

que se sienta para, desde aquella altura, hablar a los

empleados, que, como es sordo, han de acercársele mucho.

Pero todavía no he perdido la esperanza. En cuanto haya

reunido la cantidad necesaria para pagarle la deuda de mis

padres –unos cinco o seis años todavía–, me va a oír. Bueno;

pero, por ahora, lo que tengo que hacer es levantarme, que el

tren sale a las cinco.

Volvió los ojos hacia el despertador, que tictaqueaba encima del

baúl.

- ¡Dios mío! -exclamó para sí.

Eran más de las seis y media, y las manecillas seguían

avanzando tranquilamente. En realidad, ya eran casi las siete menos

cuarto. ¿Es que no había sonado el despertador? Desde la cama se

veía que estaba puesto a las cuatro; por tanto, tenía que haber

sonado. Pero ¿era posible seguir durmiendo a pesar de aquel sonido

que hacía estremecer hasta los muebles? Su sueño no había sido

tranquilo. Pero, por eso mismo, debía de haber dormido al final más

profundamente. ¿Qué podía hacer ahora? El tren siguiente salía a las

siete; para cogerlo tendría que darse muchísima prisa. El muestrario

no estaba aún empaquetado, y él mismo no se sentía nada dispuesto.

Además, aunque alcanzase el tren, no evitaría reprimenda del amo,

pues el mozo del almacén, que había acudido al tren a las cinco, debía

de haber dado ya cuenta de su falta. El mozo era un esbirro del dueño,

sin dignidad ni consideración. Y si dijese que estaba enfermo, ¿qué

pasaría? Pero esto, además de ser muy penoso, despertaría

sospechas, pues Gregorio, en los cinco años que llevaba empleado, no

había estado nunca enfermo. Vendría el gerente con el médico del

Montepío. Se desharía en reproches, delante de los padres, respecto a

la holgazanería de Gregorio, y refutaría cualquier objeción con el

dictamen del doctor, para quien todos los hombres están siempre

sanos y sólo padecen de horror al trabajo. Y la verdad es que, en este

caso, su diagnóstico no habría sido del todo infundado. Salvo cierta

somnolencia, fuera de lugar después de tan prolongado sueño,

Gregorio se sentía francamente bien, además de muy hambriento.

Mientras pensaba atropelladamente, sin decidirse a levantarse, y

justo en el momento en que el despertador daba las siete menos

cuarto, llamaron a la puerta que estaba junto a la cabecera de la

cama.

- Gregorio –dijo la voz de su madre–, son las siete menos

cuarto. ¿No tenías que ir de viaje?

¡Qué voz tan dulce! Gregorio se horrorizó al oír en cambio suya

propia, que era la de siempre, pero mezclada con un penoso y

estridente silbido, en el cual las palabras, al principio claras, se

confundían luego y sonaban de forma tal que uno no estaba seguro de

haberlas oído. Gregorio hubiera querido dar una explicación detallada;

pero, al oír su propia voz, se limitó a decir:

- Sí, sí. Gracias, madre. Ya me levanto.

A través de la puerta de madera, la transformación de la voz de

Gregorio no debió notarse, pues la madre se tranquilizó con esta

respuesta y se retiró. Pero este breve diálogo reveló

...

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