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Monologos Del Dia Del Idioma Y Del Medio Ambiente


Enviado por   •  3 de Abril de 2013  •  8.345 Palabras (34 Páginas)  •  3.065 Visitas

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el gran dialogo del quijote:

A cuatrocientos años de su publicación el Quijote sigue asombrándonos con sus riquezas y complejidades sin que alcancemos a desentrañar todavía su significado profundo. Tres veces lo he leído, en tres épocas muy distintas de mi vida, y las tres con la misma mezcla de asombro y devoción y riéndome a las carcajadas como si alguien me hubiera soltado la cuerda de la risa. Como la primera vez que lo leí era un niño y la última fue hace poco, o sea de viejo, esas carcajadas me dicen que sigo siendo el mismo, tan igual a mí mismo como es igual a sí misma una piedra, y que por lo menos en este mundo cambiante y de traidores que me tocó vivir jamás me he traicionado, y así me voy a morir en la impenitencia final, y no como don Quijote renegando de su esencia y abominando de los libros de caballería. Yo no: me moriré maldiciendo al papa, a Cristo, a Moisés, a Mahoma, a la Iglesia católica, a la protestante, a la religión musulmana, y bendiciendo a Nuestro Señor Satanás el Diablo, con quien mantengo en español un diálogo cordial permanente. Y es que aunque ando con pasaporte colombiano por los aeropuertos de este mundo en esencia soy español pues pienso en español, sueño en español, hablo en español, blasfemo en español y me voy a morir en español, en la impenitencia final concebida en palabras españolas, tras de lo cual caeré en picada rumbo a los profundos infiernos como la piedra que les digo a continuar allá en español el diálogo que les digo con el que les digo.

Mientras tanto, y entrando en materia, ¿qué era lo que le pasaba a don Quijote? Hombre, que se le botó la canica, como a Hitler, como a Castro, como a Wojtyla, y le empezaron a soplar vientos alucinados de grandeza en los aposentos de la cabeza. Y sin embargo don Quijote no fue un ser de carne y hueso: es una ficción literaria de un gentilhombre español que lo llevaba adentro y que ya al final de su desventurada vida de desastres lo logró pasar al papel apresándolo en palabras castellanas, un escritor del Siglo de Oro muy descuidado que no ponía comas, ni puntos y comas, ni dos puntos, ni tildes, ni nada, y que los ocho puntos que puso en su vida los puso mal, donde sobraban o en lugar de comas, pero que tenía el alma grande: Miguel de Cervantes Saavedra, quien en una página ponía mismo y en otra mesmo, en una dozientas y en otra duzientas, y no le importaba. Andrés le dijo a don Quijote que el labrador le debía "nueve meses, a siete reales cada mes. Hizo la cuenta don Quijote y halló que montaban setenta y tres reales, y díjole al labrador que al momento los desembolsase, si no quería morir por ello". Nueve multiplicado por siete da sesenta y tres y no setenta y tres. ¿Quién hizo mal la cuenta? ¿Don Quijote? ¿O Cervantes? ¿O fue una errata? Sabrá el Diablo, mi compadre.

Esos embrollos de Cervantes y esas cuentas de don Quijote me recuerdan la máquina de escribir de mi abuelo, en la que escribía sus memoriales, los interminables memoriales de un pleito que arrastró treinta años del juzgado al tribunal y del tribunal a la corte, hasta que se lo falló, por fin, la muerte, pero no en la Corte Suprema de Justicia de Colombia, que está tan en bancarrota como el resto del país, sino en la celestial. Le fallaron en contra. Y pese a lo bueno que fue lo mandaron a los infiernos porque vivió esclavo del terrible pecado de la terquedad. De niño, en un ataque de ira, atravesó una pared de bahareque a cabezazos. Era una terquedad ciega y sorda, que no oía razones, y su máquina una Rémington vieja y destartalada, de teclas desajustadas y con las letras sucias, que jamás limpió. "Abuelito -le decía yo-, ¿por qué no limpiás esas letras, que la a parece e y la o parece ene?" "No -decía-, así enredan más". ¡Cómo quieren que ande yo de la cabeza! Y pensar que el nieto de ese señor es el que les va a explicar en seguida el Quijote. Hombre, eso, como diría don Quijote, es "pensar en lo excusado". En fin, a la mano de Dios.

"En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme..." Así empieza nuestro libro sagrado, con el "no quiero" más famoso que haya dicho un español en los mil años bien contados que lleva de existencia España. Y vaya, que es decir, pues para empecinados los españoles, que le hubieran podido dar lecciones a mi abuelo. ¿Y por qué no quiere acordarse Cervantes del nombre del lugar de la Mancha? Porque no se le da la gana. No quiere y punto. España no necesita razones. ¡Ah, cómo me gusta ese "no quiero", cómo lo quiero! En él me reconozco y reconforto, yo que sólo he hecho lo que he querido y nunca lo que no he querido. Entro a un bar de Madrid y entre tanto señor que grita y fuma pido a gritos con voz firme, sacando fuerzas de flaqueza: "¡Un whisky, camarero!". "Tómese mejor una caña fría que está haciendo mucho calor", me recomienda el necio. "No quiero ninguna caña, ni fría ni caliente, quiero un whisky, y si no me lo sirve ya, me lo voy a tomar a otro bar, a Andalucía". "Váyase mejor a Ávila de la santa que es más fresca", me contesta el maldito. Entonces, para darle una lección al maldito, tomo un tren de la Renfe y me voy a Andalucía a tomarme un whisky en el primer bar que encuentro. Así somos: queremos cuando queremos, y cuando no queremos no queremos. España es una terquedad empecinada. Por eso descubrió a América y la colonizó y la evangelizó y la soliviantó y la independizó y nos la volvió una colcha católica de retazos de paisitos leguleyos. La hazaña le costó su caída de la que apenas ahora, cuatrocientos años después, se está levantando, aunque a costa de sí misma. Hoy España no es más que una mansa oveja en el rebaño de la Unión Europea. ¡Pobre! La compadezco. Lo peor que le puede pasar al que es es dejar de ser.

Pero volvamos al "no quiero" a ver si por la punta del hilo desenredamos el ovillo y le descubrimos al Quijote la clave del milagro, su secreto. Parodia de lo que se le atraviese, el Quijote se burla de todo y cuanto toca lo vuelve motivo de irrisión: las novelas de caballerías y las pastoriles, el lenguaje jurídico y el eclesiástico, la Santa Hermandad y el Santo Oficio, los escritores italianos y los grecolatinos, la mitología y la historia, los bachilleres y los médicos, los versos y la prosa... Y para terminar pero en primer lugar y ante todo, se burla de sí mismo y del género de la novela de tercera persona a la que aparentemente pertenece y del narrador omnisciente, ese pobre hijo de vecino inflado a más, como Dostoievsky, que pretende que lo sabe todo y lo ve todo y nos repite diálogos enteros como si los hubiera grabado con grabadora y nos cuenta, con palabras claras, cuanto pasa por la confusa cabeza de Raskolnikof como si estuviera metido

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