No Dirigir La Palabra A Nadie
Enviado por asdrules • 8 de Diciembre de 2013 • 1.659 Palabras (7 Páginas) • 275 Visitas
No dirigir la palabra a nadie…
La única regla que no debía desobedecer era cruzar palabra alguna con un simple mortal pero ahí estaba él, siempre con aquella reluciente sonrisa en los labios, mirando hacia todos lados, como si fuese la primera vez que caminaba por la ajetreada calle de Seúl, entre tantos mortales y, para su suerte, visto por nadie.
Yoseob, con apenas dieciocho años era el último en integrarse al grupo de ángeles mensajeros. ¿La causa de su muerte? Tan despistado era que un día de regreso a casa, comúnmente leyendo una de sus novelas románticas favoritas, no notó que había quedado medio a medio de la carretera, con una prominente luz cegándolo por completo y un fuerte chirrido que anunciaba su final.
Para su suerte y, la de pocos, como él era el menor y más nuevo estaba destinado a bajar de vez en cuando a la tierra, claro, en vista de que nadie le podía ver le resultaba fácil ir de lado a lado por las calles corriendo sin parar, como si de un niño pequeño se tratase.
—Ascenderás, lo buscarás, lo encontrarás, lo tomarás y le arrancarás el corazón.
Las órdenes del arcángel superior resonaban una y otra vez en su interior y no le dejaban pensar con claridad. Debía hacer rápido a lo que fue destinado, arrancar el corazón de un simple mortal. Pero… ¿Por qué? ¿Para qué? Eso era algo que no cabía en sí aún hasta estas alturas.
— ¿El corazón? ¿Para qué querrías un corazón humano?
Tez perfectamente blanca, no superaba el metro ochenta de altura, acostumbraba a llevar gorras en su cabello, sus labios gruesos, ideales como decía DooJoon, su superior; Delgado, algo refinado, cuerpo bien definido… simples descripciones físicas que le habían dado para que lo encontrase. Desde cualquier perspectiva, el chico aquél era hermoso y aún no obtenía rastro alguno de él, pero tampoco había apuro, más que mal, Yoseob siempre siendo tan audaz se tomaba un poco más de tiempo para recorrer a su gusto las calles de Seúl y de vez en cuando, «visitar» a quienes habían sido sus familiares, observándolos a lo lejos ya que por mucho que deseara acercarse y abrazarles no podía. Aun cuando tenía la oportunidad de hacerlo no debía, o ¿acaso era cuerdo que se apareciera de la nada ante sus padres siendo que ya estaba muerto?
—Esos latidos me pertenecieron, y no dejaré que bombeen otro nombre que no sea el mío. No permitiré que se acelere ante otra presencia que no sea la mía.
¿Cómo podía ser tan cruel y arrancar el corazón de la persona que una vez él amó? Se cuestionaba el menor y hasta ahora, el más joven de los ángeles mensajeros. Era su misión, no podía volver con las manos vacías. Tenía exactamente dos meses para volver con su cometido, o de lo contrario, sería castigado y jamás podría volver a pisar la tierra y eso sería una condena.
Mientras más avanzaba, más perdido se encontraba.
La noche caía, ya había perdido un día. No podía ni debía dar cuentas de sus avances a menos que fuese algo significativo, o de lo contrario, Doojoon mandaría a sus sirvientes a darle una menuda tunda, y era lo que menos quería porque por más que fuese un ángel, a diferencia de muchos, seguía sintiendo.
¿Por qué tuve que morir? Él no había elegido ese camino, él quería vivir, tener amigos, ir a la universidad, salir con chicas; pero no, lo único que podía hacer era resignarse al hecho de que jamás volvería a sentir los latidos de su corazón.
Sus ojos fueron cerrándose lentamente… estaba cansado, bastante cansado y para su bendita suerte, podía dormir donde se le diera la gana, como ahora mismo, que se encontraba sentado en una de las bancas del parque que acostumbraba a visitar por las tardes, mientras perdía horas y horas leyendo.
— ¿Puedo sentarme?
Una voz masculina lo sacó por completo de sus pensamientos. Casi de sopetón se reincorporó y sentó en la banca, sólo asintió ante la interrogante del contrario que parecía ser un poco mayor que él. «Este chico puede…» Ni muy astuto ni muy inteligente, Yoseob comenzó a hacer morisquetas al chico frente a sí. Achicaba tanto como podía sus ojos, mientras jalaba de sus mejillas y enseñaba la lengua, moviendo esta de arriba hacia abajo, para segundos más tarde comenzar a mover en un constante vaivén sus manos frente al rostro ajeno.
Podría jurarle a quién sea, que había tenido la suerte de conocer el rostro más bello sobre este planeta. Sus rasgos eran de trazo perfecto, poseía luz propia y su mirada era tan profunda y preciosa. Miró sus ojos, detallando estos; luego su nariz, joder que ni él la tenía tan perfecta. Y sus labios, ni muy grandes, ni muy pequeños. Ni muy finos, ni demasiado gruesos. Ideales, junto con el detalle de que estos formaban un «corazón». Desde cualquier perspectiva, ese chico era perfecto.
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