Poeta y escritor Аlvaro Rogelio Gómez Еstrada
Enviado por nilaanike • 7 de Febrero de 2014 • Tutorial • 4.698 Palabras (19 Páginas) • 1.062 Visitas
ÁLVARO ROGELIO GÓMEZ ESTRADA
Poeta y escritor. Nació el 22 de julio de 1944 en Santa Cruz del Quiché. Su vasta producción literaria (novela, cuento, leyenda y poesía), ha merecido premios en certámenes nacionales y extranjeros. En la Colección Joyas de la literatura quichelense, ha publicado las obras: Huellas de animal grande, Grano vivo, La mano de la sombra, Caminos cercenados, Leyendas y cuentos de Quiché, Los golpes de la ternura, Cuesta arriba, Después del silencio, Hormiga, El único burro sabio, Cuentos de tiempo duro, La visión del búho, Alas de gorrión, Fidelia Santos, Los sonidos del caracol y El vuelo de la siguamonta. La Alianza Francesa de Quetzaltenango, le confirió los títulos honoríficos de Poeta de la Libertad y Gran Maestro de la Poesía.
LA TATUANA.
Extraña mujer ¡La Tatuana! ¡Llegó al Reino de Goathemala en un barco que no arribó a ninguna de sus playas!.
Paró en el Mesón de San Agustín, como era costumbre lo hicieran los fostareros en esos tiempos. Luego paseó su arrogancia y su belleza por las calles de la segunda ciudad colonial de América, en las cuales le formaban valla la admiración de empolvados marqueses y condes que la colmaron de piropos y galanterías. Y después, como una avara, la fue a encerrar tras las cuatro paredes de una casita del barrio de la Parroquia Vieja.
El vecindario la recibió con rayana indiferencia. Indiferencia que se tornó en el más acendrado de los odios el día en que lo formaban se dieron cuenta de que la misteriosa extranjera había convertido su mansión en templo de placer y vicio.
¡Y era cierto que la había convertido en tal! Los umbrales de su casa eran atravesados todos los días, a la hora en que el cielo principia a tachonar las lentejuelas su bello manto azul, por esbozados y misterioso caballeros, y por alegres mujerzuelas que no se retiraban de ella, sin hasta que las tímidas luces del alba caían sobre Santiago de los Caballeros, tras una noche entregada a la música, al vino y al amor…
Pero un día, en lugar de los esbozados caballeros y de las alegres mujerzuelas, llegaron a la casa del Barrio de la Parroquia Vieja dos corchetes. Cautelosamente golpearon con los nudillos las puertas que siempre franqueaban a la gente alegre. Esperaron un instante. Y al cabo de la espera salió a hacerlos pasar la extraña mujer que con sus escándalos y fiestas tenía alarmados a todo el vecindario.
La belleza enigmática de La Tatuana les hizo enmudecer. Y, sin cruzar con ella una sola palabra, pusieron en sus manos, blancas como los sagrados corporales, una orden que leyó sin inmutarse. Se lo conminaba en ella a darse presa en virtud de que el Tribunal del Santo Oficio había acogido una acusación en su contra por gravísimo delito de hechicería. La Santa Inquisición daba por cierto el delito, fundándose en una sola prueba: ¡Que la Tatuana había Llegado al Reino de Goathemala en un barco que no arribó a ninguna de sus playas!
Por sus labios sensuales no pasó la menor voz de protesta. Cuenta la leyenda que por todo comentario dijeron:
-¡Esto tenía que pasar! ¡Son los resultados de que esta mañana cuando volvía de Chinautla el piche me haya cantado por atrás!
¡Y se dejó sorprender! Y la noche de ese día, y las noches de las siguientes, ya nos pasó rodeada de apuestos y libertinos caballeros, ni de música, ni de vino, ni de alegría; sino de la soledad, que junto con ella etaba encerrada en un lóbrego calabozo de la Casa de Recogidas.
Es 24 de diciembre de 16… hace ya mucho rato que los indígenas de Mixco y Chinautla han llegado al atrio de la Catedral Metropolitana, trayendo desde sus montañas, para que la cristiandad los ofrezca al Niño Dios, el rojo Pie de Gallo, las verdes hojas de Pacaya, las aromadas de ramas de pino, las amarillas sartas de manzanilla, las piñuelas provocativas como sensuales labios, y los chichines, pitos y tortugas…
¡Esta noche es Nochebuena…!
¡Nochebuena para todos los habitante del Reino. Noche mala para La Tatuana, cuyo cuerpo blanco y bello ha ordenado el Tribunal del Santo Oficio arda mañana en la hoguera!
Mientras el pueblo se desborda por las calles adyacentes a la Metropolitana, en demanda de una ofrenda, de las que han traído los indígenas, que brindar al Dios Niño, una larga y lata figura, envuelta en un manto negro, llaga a la Casa de Recogidas. Es el Comisario del Santo Oficio que va a poner la sentencia fatal en conocimiento de la infeliz mujer que morirá el mismo día en que el mundo celebra el nacimiento del que nos enseño a perdonar a los pecadores.
El de la alta figura se a conocer. E inmediatamente que son franqueadas las puertas de la cárcel, se hace conducir el calabozo que ha sido fiel guardián de la hechicera.
Ya en él, sin saludarla siquiera, su voz gangosa principia a leer, uno tras otro, los pliegos que contiene la larga sentencia, cuya lectura es escuchada por la desgraciada mujer sin que su rostro acuse la menor inquietud.
Terminaba aquélla, el clérigo, que velado por la penumbra de la celda, parece un fantasma, manifiesta a la reo que la justicia por su medio le manifiesta que está llana a concederle la última gracia.
-Muchas son las que me adornan, señor Inquisidor -fue la jactanciosa respuesta de la condenada a muerte-, según me lo decían mis numerosos admiradores. ¡lamento que no hayáis reparado en ellas¡ pero como no es mi ánimo desairaros, os voy a pedir una cosa. Que ordene vuestra paternidad me sea traído un trozo de carbón. Es mi deseo pasar las últimas horas de mi vida entregada al arte del dibujo, que siempre ha sido muy de mi agrado. No os pido lienzo, pues en lugar de él emplearé las blancas paredes de mi celda. Quiero dejar en ellas un recuerdo de mi paso por la vida.
-Os será concedido -respondió el Comisario.
Y se marchó del calabozo, sin haber brindado a la Tatuaha, que mañana sería pasto de la hoguera, ni una sola palabra de consuelo.
A las diez de la noche le llevaron el trozo de carbón. El júbilo más grande la embargó cuando lo tuvo entre sus manos. Jugueteó con la negra barrita unos momentos. La acarició con la misma finura con que sus manos acariciaban a sus amantes. Y pasados los primeros transportes de su infantil alegría, principió a dibujar.
Sus delicadas y finas manos, que para dibujar eran tan sabias como para prodigar caricias, dibujaron un tranquilo mar, sin tempestades que lo embravecieran, porque tenían suficientes en su alma. Y sobre el mar, navegando con proa hacia el norte, un barco diminuto y perfecto…
Terminaba la obra, se puso a contemplarla con la misma unción con que un artista contempla la suya. Le dio uno, dos, tres y más retoques. Y cuando estuvo
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